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jueves, 21 de junio de 2018

Dando explicaciones


Quizás os estéis preguntando (o no, porque dudo que me deis tanta importancia) que qué pasa últimamente conmigo, que a veces publico, a veces no publico, a veces comento blogs, a veces no comento… Hace un par de semanas, sinceramente, me habían abandonado las musas. Creo que se debió a tanta lluvia y tanto frío y tan hasta las narices que estaba ya.

Ahora ha venido el verano. Así, sin avisar ni nada. Que estoy yo muy contenta porque ya sabéis que, si por mí fuera, no bajaríamos de los 25 grados nunca pero digo yo que podría avisar, en plan “eh, que voy, soy el verano” porque esto de estar con paraguas, chaqueta y camiseta de manga larga a poder dejarse los calcetines en casa y andar luciendo brazos (piernas, de momento, no he lucido; primero porque estoy muy blanca y segundo porque, si bien tengo vestiditos nuevos que estrenar, quiero esperar a que sea julio o agosto, que si no quemo todos los cartuchos en la primera semana) termina volviendo loco a cualquiera. Sobre todo porque cuando estuve de vacaciones allá por mayo, tenía yo intenciones de aprovechar un día para hacer el cambio de armario pero, en vista del panorama invernal que aún estábamos viviendo, no tenía sentido hacerlo. Ahora, por culpa del cambio brusco, he tenido que hacerlo un sábado por la mañana, con lo que me gusta a mí hacer el vago los sábados por la mañana. Y, encima, este año me he esmerado porque me he probado un montón de ropa de esa que hacía lustros que no usaba y, bajo la premisa “si parezco una butifarra, lo aparto para donar”, terminé llenando dos bolsas de ropa que ya no volveré a usar en la vida. Y no me digáis que podía haber intentado adelgazar para poder volver a entrar en ella porque ese planteamiento fue el que me hizo llegar a esta situación de Diógenes profundo en la que me encontraba.

Vale, y ahora diréis “pero el calor empezó ya hace una semana, ¿por qué motivo sigues haciendo apariciones intermitentes, pues?

Pues porque hay Mundial, que todo hay que explicarlo. Mi vida es un caos desde que se pitó el comienzo del primer partido. Con lo organizadita que soy yo y ahora tengo que andar haciendo múltiples cambios de planes para cuadrar mi cotidianeidad con los partidos. Al punto que había pedido cita en la peluquería para ayer miércoles pero en cuanto colgué con mi peluquero me di cuenta de que a esa hora jugaba Uruguay y cambié la cita para el martes, sin importarme pagar más (los miércoles es más barato; se ve que, aparte del día del espectador, es el día del peinado). He tenido que buscar hueco para colgar la bandera uruguaya en la ventana (dos veces, porque la primera la pegamos mal y se cayó, por lo que terminé viendo el partido contra Egipto con la bandera en el suelo) y hasta vi el partido Rusia-Egipto porque están en el grupo de Uruguay y hay que hacer cábalas con los puntos. Por suerte, ya estamos en octavos tras un tediosísimo partido con Arabia Saudí en el que confieso que me costó no dormirme.

Y, por supuesto, también veo los partidos de España que, casualmente, coinciden siempre en día con los de Uruguay así que, cuando me toca fútbol, sé que ya tengo la tarde echada con la tontería.

En fin, que intentaré prodigarme más por aquí si el esférico lo permite. La entrada me ha quedado más larga de lo habitual pero, ¿quién sabe cuándo habrá otra?

jueves, 7 de junio de 2018

La vida es sueño (cuando se duerme)


No sé si alguna vez os he hablado de lo mal que duermo. Tal vez sí, porque en casi siete años hay tiempo para hablar de muchas estupideces y mi memoria ya no es lo que solía ser porque he ido envejeciendo ante vuestros ojos.

El caso es que duermo mal. Desde pequeñita. Me cuesta un horror dormirme y, una vez que me duermo, me despierto varias veces durante la noche. También tengo varios (muchos) momentos durante la noche en los que estoy más en duermevela que otra cosa, por lo que termino en unas poses muy extrañas. La más habitual es apoyar la planta de los pies sobre el colchón, de tal manera que las rodillas me quedan completamente levantadas. Por la mañana me levanto preguntándome por qué será que me despierto tan cansada y con semejante sensación de pesadez en las piernas. No sé, es un misterio…

También hablo en sueños, me siento en la cama y, según el churri, alguna vez hasta me ha pillado cantando (mal, supongo, porque una persona dormida dudo yo que afine mucho). Lo que es dormir, no duermo, pero al menos me lo paso bien.

A esto le tengo que sumar que, dado que me levanto cuando las calles no están puestas, intento irme a la cama a la hora en que se duermen las gallinas. Y las gallinas dormirán pero mi vecina, cuyo salón es colindante con mi dormitorio, no. La pobre señora (debe de ser muy mayor aunque, como es del edificio de al lado nunca la he visto) está sorda como una tapia, supongo, porque pone la televisión a un volumen que permite que yo siga perfectamente el argumento de la película desde mi posición. Para colmo, nunca ve cosas normales. Las películas que ve son o bien thrillers malísimos donde todo el tiempo hay una mujer chillando o bien películas musicales del año de Maricastaña con mucha copla y mucho sentimiento español. A veces se ve que también ve cosas de revoluciones, con turbas enfervorizadas reivindicando a voz en grito sus derechos. Anoche, sin ir más lejos, le dio por el bel canto y escuché enterita “Carmen” de Bizet. Aparte de esto, se ve que no presta toda su atención a la tele, sino que mientras tanto aprovecha para barrer o para bailar la polka o algo, porque junto con la televisión siempre escucho ruido de arrastrar de muebles y unos golpes que no sé a qué se deben.

Y así no hay quien concilie el sueño, claro. No me extraña que, cuando por fin me duermo, sueñe cosas raras, como la otra noche. Soñé que me habían regalado un bolso de una marca muy cara y muy chula (en el sueño no me informaba nadie de que el bolso fuera regalado pero como de normal no me puedo permitir un bolso de esos, hay que ser un poco realistas y presuponer que el bolso era un regalo). El asunto es que iba yo tan contenta paseando con mi bolso, dándomelas de mujer pudiente cuando, por azares del destino, un colgantito muy representativo que llevan todos los bolsos de la marca, se desprendía e iba a parar a un riachuelo de agua que corría junto al bordillo. El bolso debía ser de imitación, para mí que quien me lo haya regalado me dio gato por liebre porque me niego a creer que eso suceda con un bolso auténtico. Total, que yo me veía en el sueño angustiadita perdida, buscando el colgantito en el agua llena de porquerías varias arrastradas de la calle, con la esperanza de encontrarlo antes de que fuera a parar a una alcantarilla para que una rata se hiciese un colgante de rapera con él.

Qué angustia, madre.

P.S. Sí, me ha quedado un poco largo pero me da pereza editar (y tengo mucho sueño). Sabréis disculpar.

jueves, 31 de mayo de 2018

De trámites y odiseas (parte 2)


Como decía la semana pasada, hoy vamos a continuar hablando de la maravillosa odisea que viví en la comisaría.

Cuando ya por fin está buena mujer ha revisado todos mis papeles me pregunta dónde tengo el impreso de las tasas para pagar. Le digo que no lo tengo y me dice que en el papel con los requisitos pone muy claro que lo tiene que aportar el solicitante. No es cuestión de ponerse a discutir en una comisaría, sobre todo porque la gente va a armada y tal, pero os puedo asegurar que tan, tan, tan claro no venía. Es más, decía algo así como que ni se te ocurriera pagar la tasa antes de que ellos te dijeran que la pagaras,  por lo que di por sentado que no tenía que imprimirla hasta que me dijeran el importe a pagar. Pero no. Tenía que llevarla.

Me dijo que, como estaban hasta la una de la tarde, tenía tiempo de ir a descargar la tasa e imprimirla para llevarla y que me dijeran ese importe misterioso que no me podían decir hasta tener el papel impreso.

En un mundo ideal sí tenía tiempo de sobra pero en un mundo donde no te funciona la impresora primero tenía que pasar por mi casa a descargar y completar el formulario y después irme al locutorio que está junto a la comisaría con un pen drive para imprimirlo.

Elegir la opción correcta en el formulario fue toda una aventura porque había una que no me daba ningún importe y otra que sí. Y no me habían dado pistas, así que elegí la que tenía importe guiándome por la técnica del “pinto-pinto gorgorito”.

La señora del locutorio, al verlo, dijo que creía que tenía que haber elegido el otro. A esas alturas yo ya estaba dispuesta a fiarme más de la señora del locutorio, que debe estar harta a ya de imprimir cosas de esas pero me la jugué y me fui con mi elección inicial y la lengua fuera nuevamente a esperar al banco incómodo de la comisaría.

Cuando me hicieron subir nuevamente, me atendió otro chico (bastante más solícito, todo hay que decirlo) que me confirmó que le tenía que haber hecho caso a la señora del locutorio. Pero nada que un poco de tippex no pudiera arreglar. Tanta tecnología para esto... en fin. Para entonces ya era la una menos diez pero, para mi sorpresa, me dijo que me esperaba hasta la una y media para que me diera tiempo a ir al banco a pagar.  Le hice notar que había puesto mi número de cuenta en el apartado destinado a tal fin para que pudieran pasar el cargo directamente pero me dijo que eso no valía. No sé para qué ponen el apartado, entonces. Total, que fui corriendo al banco no sin correr antes hasta el cajero. Aguanté estoicamente la cola mientras veía impotente cómo pasaban los minutos y me atendió el empleado bancario más simpático y gracioso del mundo. No es que tenga nada en contra de los empleados bancarios simpáticos y graciosos. En circunstancias normales hasta es de agradecer pero cuando llevas prisa lo que buscas es alguien expeditivo.

Finalmente, llegué a la comisaría como a la una y veintisiete al borde del infarto y con una deposición de paloma en el bolso (no era mi día, desde luego) y el chico agradable me dijo que en dos semanas o veinte días me llamarían para avisarme de que podía pasar a buscarla.

A los 17 días más o menos, como no tengo noticias, llamo para informarme. Me dicen que es imposible que me hayan dicho 20 días porque el trámite tarda un mes. Imposible no es porque es lo que me dijeron pero vale, si es un mes, será un mes.

Me llamaron cuatro días más tarde.

Contando el fin de semana.

P.S.  Sé que me he pasado de extensión pero creo que no os haría gracia una tercera parte.

jueves, 24 de mayo de 2018

De trámites y odiseas (parte 1)

Hacía mucho que no os traía un post donde relatase mis enfrentamientos con la burocracia. Supongo que seguramente será porque he tenido la suerte de no tener que hacer ningún trámite pero la vida no es perfecta y siempre, en algún momento de nuestra vida, nos va a tocar pasar por el aro y enfrentarnos al aparato administrativo estatal.

Hace un par de semanas tuve que ir a la Comisaría de mi zona a pedir un papel (no, no es un certificado de buena conducta, por si acaso os lo estáis preguntando, que os conozco; aunque no lo parezca, soy una ciudadana ejemplar). Fui un día a preguntar qué necesitaba y me dieron una lista de papeles que debía llevar.

Como sólo atienden de diez de la mañana a una de la tarde y una trabaja toda la mañana, aproveché uno de los días de vacaciones para dejar resuelto el asunto. Me levanté tempranito y arrastré al churri para no tener que ir sola (para eso somos  una pareja bien avenida). Lo primero era ir a la Junta de Distrito a buscar mi certificado de empadronamiento, que era el único de los papelajos que no tenía en casa. Ahí tardé muy poquito. Me atendieron enseguida y me lo dieron ipso facto, así que me las prometí muy felices pensando que me iba a quitar el trámite de encima temprano.

Iba con tiempo de sobra (o eso creía), así que fuimos a tomar un café y estuvimos un rato hablando con nuestro peluquero, a quien nos encontramos en la puerta del local. Una vez cumplidas las obligaciones estomacales y sociales, nos encaminamos a casa para sacar copias e imprimir todos los documentos. Pues la primera en la frente. La impresora no quiso funcionar. Decidí que podía sacar fotocopias en la copistería que hay frente a la comisaría (siempre hay una copistería frente a las comisarías). Pero tenían estropeada la fotocopiadora. Maravilloso. Me fui a otra que queda un poco más lejos y, ahí sí, conseguí sacar copias de todo.

Ya con todos los papeluchos convenientemente ordenados en una carpetita, fuimos a la comisaría donde me dijeron “espera en ese banco y ahora te llaman”. El banco era muy incómodo. De a ratos tenía la sensación de que me habían llevado detenida y estaba esperando a que me interrogaran. Estuvimos como media hora sentaditos en el banco portándonos bien hasta que vino un policía a decir que lo que estuviésemos para ese trámite podíamos subir.

Subimos y, como era yo la primera, pasé a hablar con una señora que me hizo mil preguntas (mi sensación de que iba a ser interrogada no era tan desacertada) y revisó todos los papeles que llevaba. Cuando ya pensé que sólo faltaba que me dijera cuánto tenía que pagar, resulta que mi odisea no había hecho más que empezar. Pero os lo termino de contar la semana que viene, que esto me está quedando muy largo.

Hala, a comeros el tarro una semanita (qué mala soy).

P.S. Ya podéis votar por el ganador del PAPA 2018 pinchando aquí (tenéis tiempo hasta el martes 29 a las 23:59). 

jueves, 5 de octubre de 2017

Reflexiones “made in Álter”

Una situación que viví hace un tiempo me hizo reflexionar. Bueno, yo lo llamo “reflexionar”; la gente normal como vosotros lo llamaría “una ida de olla”.

Mi trabajo queda bastante cerca de mi casa pero tiene la desventaja de que está muy mal comunicado. En su esquina únicamente para una línea de autobús por lo que, en caso de perderlo, tengo que caminar aproximadamente setecientos metros desde una conocida calle de Madrid, por la calle de mi trabajo. Pues bien, mi rutina es la siguiente: tomo un autobús en la esquina de mi casa y, cuando llego a cierta parada de la calle conocida (la llamaremos “parada estrella”), que es desde donde parte el autobús que pasa por la esquina de mi trabajo, me fijo si está por pasar (llevo preparada una aplicación en el móvil que me avisa del tiempo de espera para tal fin). En caso afirmativo, me bajo en esa parada y me espero al que me deja bien. En caso negativo tengo dos opciones:

A) Si el autobús que me deja en el trabajo está en esa parada, me espero dentro de mi autobús (porque más vale autobús en mano que ciento rodando) y, si lo adelantamos, me bajo en la parada siguiente y lo engancho ahí.

B) Si resulta que es mi ansiado autobús el que nos adelanta a nosotros, pues ya doy la batalla por perdida y me bajo dos paradas más adelante (la llamaremos “parada de consuelo”), hasta la esquina dela calle importante con la calle de mi trabajo, y ya desde ahí camino los dichosos setecientos metros.

 El caso es que, como la primera parada del autobús que me deja bien es la “parada estrella”, suele quedarse ahí un par de minutos parado hasta que inicia el recorrido por lo que, un buen día, llegaba yo en el que había cogido en mi casa y vi llegar el segundo autobús. Conté con que iba a estar un poco parado, por lo que me daba tiempo a bajarme y hacer el trasbordo ahí mismo. Se ve que justo ese día, mi segundo autobús llegaba con la hora pegada a las posaderas, por lo que, según subió la gente, arrancó y me dejó ahí, con cara de pánfila (con mi cara de siempre, vaya). Desde la “parada estrella” hasta mi trabajo tiene que haber más de un kilómetro. Vi en los cartelitos que anuncian los tiempos que faltaba apenas un minuto para que pasase otra línea que me deja en “parada de consuelo” y, al menos, con eso me ahorraba un trecho.

Pero no lo esperé. Fui andando desde ahí hasta mi trabajo, poseída por una sensación de autosuficiencia que no soy capaz de explicar. En serio, ¿por qué hacemos esas cosas? ¿A qué se deben esos momentos de orgullo estúpido donde el único damnificado sigues siendo tú pero aun así sientes qué has llevado a cabo una terrible venganza contra vete a saber quién. 

Y esa era mi reflexión. Ya veis qué profunda. 

jueves, 28 de septiembre de 2017

Arreglar desarreglando

Como ya hemos terminado de relatar las vacaciones (lo que me cunden a mí una vacaciones de una semana en materia bloguerística), volvemos a relatar situaciones surrealistas de mi cotidiano vivir, que nunca faltan y son la sal de mi vida.

En este caso, más que la sal de mi vida, fue la sal de la vida del churri, ya que yo únicamente oficié como espectadora pero como él no tiene blog, me adueño de su experiencia y os lo cuento.

Nosotros tenemos televisión de pago. Vamos, que somos tan pardillos que pagamos para hacer lo que hace gratis casi todo el mundo. Esto es, recorrer toda la parrilla de canales con el mando para terminar sentenciando  “no echan nada”. La única diferencia es que la parrilla de canales sobre la que hacer zapping es mucho más extensa.

El caso es que descubrí un buen día mientras me dedicaba a la noble actividad del zapping, que en el canal 11 aparecía un cartelito señalando que era un canal de suscripción y que, si queríamos contratarlo, teníamos que llamar a atención al cliente. Sabía yo que era un canal de suscripción pero lo curioso es que sí estamos suscritos a ese canal y, más curioso todavía, que va en paquete con el canal 12, y ese se veía perfectamente.

Hicimos lo habitual: Resetear el decodificador, volver a descargar los canales… pero nada. Así que el churri, que es el titular del servicio, llamó ipso facto. Con “ipso facto” quiero decir que llamó cinco días más tarde, harto de escucharme diciendo “Chiqui, tienes que llamar a lo de la tele”, “¿Has llamado a lo de la tele?”, “¿Cuándo vas a llamar a lo de la tele?”. Yo puedo ser muy intensa cuando quiero. A todo esto, debo puntualizar que tampoco se me iba la vida en ver o no ver ese canal pero saber que algo no está como debería desestabiliza mi escaso equilibrio mental.

Pues eso, que llamó. Le dicen que resetee el deco. Lo hace, pese a que ya estaba hecho, porque es muy obediente. Lo malo de eso es que nuestro deco tarda la vida en volver a pillar señal cuando se enciende, así que ahí teníamos que tener a la muchacha esperando. Volvemos a descargar los canales con idéntico resultado. La chica refresca los canales en remoto y  ¡ya se ve el 11! ¡Albricias! ¡Aleluya! Ah, no, que no está arreglado porque se ve el 11 pero no se ve absolutamente nada más.

Vuelve a refrescar los canales (con su subsiguiente reseteo de deco y tiempo de espera para que eso vuelva a su ser). Le pide al churri que mire a ver si ya se ve todo. Pues se ve… casi todo. Ahora hemos perdido el 12. Yo estaba a punto de gritar “¡Trata de arrancarlo, por Dios!”.

La chica, creo que harta de nosotros y deseando quitarse el marrón de encima porque estaría próxima su hora de merendar, le dice al churri que no se preocupe, que eso será porque todavía no se han refrescado todos los canales pero que en un ratito seguro que ya se ve y finaliza la llamada porque somos unos cansinos. El churri también tenía pinta de estar deseando terminar con aquello, que ya llevaba su buena media hora. Yo no, porque me estaba frotando las manos pensando en el pedazo de post que pensaba escribir (helo aquí).

No sé si por casualidad o porque al final tocó algo más, pero el caso es que tenía razón y, un rato más tarde, ya se veían todos.

Me recordó a esos juegos de lucecitas, donde tienes que dejar todas las bombillas encendidas pero cuando enciendes una se apagan otras tres. Al final se consigue pero hay que echarle paciencia.

Como a todo en esta vida, por lo visto.

P.S. Sí, me ha quedado largo pero me pilláis con el día vago y no me da la gana editar. Además, me dijo mi querida amiga Madre Desesperada que al SEO le gustan más los posts largos. Creo que a los lectores no tanto pero qué sabréis vosotros.

jueves, 9 de marzo de 2017

Surrealismo 4 – Álter 0

Hay días que parece que el surrealismo me persigue. Cierto es que tengo una especie de imán para las situaciones extrañas pero una cosa es un hecho aislado y otra muy distinta cuando parece que los astros se han alineado específicamente para poner a prueba mi resistencia.

Digo esto porque la semana pasada tuve uno de esos días. Bueno, mentiría si dijera que fue un día. Más bien fue una acumulación de sucesos extraños en un lapso de veinte minutos.

Volvía yo de trabajar, con más sueño que ganas de vivir, y me bajé del autobús una parada antes porque decidí pasarme por el veterinario a comprar el pienso de Munchkin. Iba andando por la calle, feliz y despreocupada, cuando de repente se dirige a mí un hombre que tenía que andar cerca de los sesenta años, preguntándome si era de la zona. No suelo fiarme de desconocidos pero, dada su edad y que a priori no parecía sospechoso, le contesté afirmativamente, pensando que iba a preguntarme por una calle, una tienda o algo parecido. El hombre se pone a contarme que ha cerrado una tienda de electrónica que estaba “ahí” (dijo “ahí” y señaló un punto indeterminado) y que andaba vendiendo baterías de carga externa. Me saca una, con su embalaje original y todo y, poniéndomela en la mano me dice que ya viene cargada y que las vende a diez euros con otra de regalo.

Me excusé diciendo que no llevaba dinero encima y me fui de allí, pensando de dónde habría sacado las baterías este hombre. Punto uno: Si tienes una tienda que va a cerrar, haces una liquidación de stock, no te dedicas a ir atosigando a los viandantes para venderles tus porquerías.  Punto dos: ¿En tu maravillosa tienda sólo vendías baterías? ¿No tenías ningún otro producto? Punto tres: ¿Tan poca mercancía tenías que te cabe la tienda en un bolsillo del abrigo?

Le conté mi odisea a la auxiliar de veterinaria (porque a alguien se lo tenía que contar) y me dijo que a ella una vez le habían ido con el cuento de que habían cerrado una cuchillería y que andaban vendiendo una cubertería. Vamos, que a todas luces pinta que se trata de material robado, ya sean cubiertos o baterías.

Me dirijo a mi casa con el pienso y, al pasar por una explanada donde siempre aparcan muchos coches, veo uno con las puertas traseras abiertas y, en el asiento de atrás, dos hombres haciendo vete a saber qué trapicheo (opté por mirar hacia otro lado, que no quiero líos). Lo malo es que, al mirar hacia otro lado, veo a otro que cierra el portal de su casa y, en cuanto pisa la calle, se persigna como si fuese a la guerra o algo.

Pensé que al llegar a mi casa (que nunca me pareció que estuviese tan lejos) ya por fin podría escaparme de tanto surrealismo pero me encontré en el portal con un cartelito publicitando una clínica ayurvédica y que contenía la siguiente frase: “Segunda sesión = Sanguijuelas gratis”. Me entró tal ataque de risa que agradezco no haberme cruzado con ningún vecino. Sé para qué se usan las sanguijuelas pero, escrito así, mi mente enseguida empezó a imaginar que me iban a regalar un saquito con sanguijuelas para criarlas en mi casa cual amorosas mascotas.

En serio ¿por qué me pasan a mí estas cosas?

jueves, 23 de febrero de 2017

Dime cómo se inspecciona esto, que ya lo hago yo (Segunda parte)

Sé que os dejé con mucha intriga la semana pasada por lo que, sin más dilación, arrancamos con la segunda entrega (si os la perdisteis, leedla antes pinchando aquí para enteraros de algo). Me voy a pasar un poco de extensión pero tres capítulos ya van a ser muchos.

Respuesta del técnico: “Yo no tengo por qué andar llamando a nadie. Yo toco timbre y, si no me abren, me voy”. Intento no entrar al trapo y le digo que vale, que venga para casa, que ahí estoy. Me responde que no, que se ha ido a atender un aviso urgente y que ese día ya no tiene tiempo de volver hasta mi casa. Creo que la lengua me sangraba ya de tanto mordérmela. Para tranquilizarme, me dice que la semana que viene andará también por mi zona y que me llama un día por la tarde para pasarse. No sé la de veces que le pregunté “¿pero cuento con que me vas a llamar?”. Por supuesto que me iba a llamar, faltaría más. Podía dormir tranquila con la certeza de que se comunicaría conmigo.

El 16 de diciembre llamo a la distribuidora para poner  una reclamación (¿a que ya habíais adivinado que no me iba a llamar? Qué listos son mis lectores). Tienen un problema informático. Me piden que llame más tarde o al día siguiente. El 17 de diciembre siguen tocándose las narices con problema informático y me instan a llamar al día siguiente. Les doy otro día más de plazo porque soy así de generosa y porque tengo vida más allá de estar llamando a la distribuidora. Consigo poner una reclamación.

El 20 de diciembre me llaman desde la distribuidora para decirme que vuelven a pedir cita a la contrata y que me llamarán para concretar.

No me llaman pero el martes 10 de enero, al llegar de trabajar, me encuentro un papelito en el buzón donde ponía que habían estado a las diez de la mañana y que no había nadie (qué sorpresa que no haya nadie en un sitio donde te han dicho por activa y por pasiva que hasta la tarde no hay nadie). En el papel venía el teléfono del técnico y me conminaba a llamar hasta el día siguiente como  último día. Sí, por increíble que parezca, me estaban dando un ultimátum. Como soy muy bien mandada, lo llamé. Me dijo que en esa semana me llamaba para pasarse un día por la tarde. Habéis adivinado: pasó el miércoles, el jueves y el viernes y no supe nada más del técnico.

El 16 de enero llamo nuevamente a la distribuidora y me dicen que reiteran la reclamación. El 17 me llama un tercer técnico y me dice que se va a pasar esa tarde. Con pocas esperanzas de que eso vaya a suceder, le contesto que estupendo, que ahí estaré.

Y, contra todo pronóstico, vino. Y me hizo la inspección. Yo no cabía en mí de gozo. Llamé al churri para darle la buena noticia y creo que los dos dábamos saltos de alegría, cada uno a un lado de la línea.

El 20 de enero me volvió a llamar el mismo técnico para decirme que tenía que pasarse a hacer la inspección. Volvía a tener mal apuntado el número de planta. Le dije que mi número de planta era otro y que ya la había hecho y me dice “Ya, ya, era por confirmar que estuviese hecha”.

Me dio hasta penica.

jueves, 16 de febrero de 2017

Dime cómo se inspecciona esto, que ya lo hago yo (Primera parte)

A menudo me pregunto por qué parece que en todas las empresas y comercios se me toma por el pito del sereno. Por ejemplo, si entro a un bar e intento pedir al camarero que le dé al botoncito para la máquina de tabaco, el camarero en cuestión atenderá incluso a gente que ha entrado después que yo antes que a mí.  Sirva esto como ejemplo fútil de situaciones en las que me veo inmersa a diario.

Ahora paso a lo que realmente vengo a contaros. Allá por junio recibí una carta de mi distribuidora de gas donde decían que en septiembre pasarían a hacer la inspección quinquenal. Como tuve todo el follón en el trabajo que ya os conté (y, si no lo leísteis, podéis hacerlo pinchando aquí), en el momento no le di mayor importancia pero como posteriormente terminé pidiendo vacaciones para septiembre, el 21 de agosto llamé  para decirles que yo en septiembre no iba a estar y me dijeron que no había problema, que ya me llamarían más adelante. Pocos días más tarde recibo otra carta diciendo que van a hacer la inspección el día 23 de septiembre, por lo que el 8 de septiembre vuelvo a llamar reiterando que no voy a estar. Me dicen que esas son cartas que ya están programadas y que no me preocupe, que me llamarán más adelante y que sin en seis meses (ahí es nada) no me han llamado, que se lo haga saber.

El 1 de diciembre me  llaman para preguntarme si el día 9 me viene bien. Digo que sí pero que tiene que ser por la tarde. Me dicen que de cuatro a seis de la tarde porque a partir de la seis ya no trabajan. Yo me quedo pensando que ese es un horario ideal para hacer la inspección a gente que trabaje con horario de comercio pero, como no es mi caso, les digo que vale, que en ese horario estaré en casa.

Llega el ansiado 9 de diciembre y, a las 16:18, me llama el técnico diciendo que en diez minutos se presenta en mi domicilio. Le digo que muy bien, que ahí le espero. A las 17:29, como no ha aparecido ya me preocupo pensando si habrá sido abducido o algo, por lo que llamo yo. Le digo que llevo una hora esperando y que si ha tenido algún problema, a lo que responde “Pues claro, como que he estado tocando timbre y no me ha abierto nadie”. Le digo que eso es imposible, que no me he movido de casa y que sorda, de momento, no estoy. Me confirma entonces el domicilio y me dice que le habían apuntado mal la planta. Vaya, pobre hombre… Le indico que eso me parece comprensible pero, que si tenía mi teléfono, por qué no me llamó para preguntarme por qué leches no le abría la puerta, a lo que me contesta…

Lo sabréis en el segundo capítulo, donde continuaremos con esta fascinante historia.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Un hecho espeluznante

El otro día vi en el rellano de mi edificio una carta que me dejó patidifusa. Iba a fotografiarla para transcribirla pero al final he pasado porque lo único que me falta es que me reclamen derechos de autor.

En la carta se rogaba a los señores vecinos que, ante robos acontecidos en el edificio, tuviesen mucho cuidado con a quién se permitía el acceso al inmueble, teniendo especial precaución con el cartero comercial (que siempre se sabe que tiene aviesas intenciones y a la mínima oportunidad que tiene te roba del buzón el panfleto de la competencia) y vigilando que el portal quedase siempre convenientemente cerrado. En esto no podría estar yo más de acuerdo. Siempre me ha puesto de los nervios llegar por la noche de trabajar (cuando llegaba por la noche) y encontrarme la puerta abierta, invitando a cualquier facineroso a esconderse en las escaleras y atacar por sorpresa o a alguna borrachuza que quisiese abrir tu puerta con su llave. Esto ha sucedido y, si no os acordáis, podéis comprobarlo pinchando aquí (ahora que releo el post, veo que también había un supuesto cartero comercial implicado en la trama; estoy teniendo un déjà vu de los chungos).

Pues bien, el asunto es que continué leyendo la carta (que era más larga que un día sin pan y contenía miles de consejos para velar por la seguridad del edificio) y ya por fin me enteré de qué era lo que había sido sustraído. Al principio pensé que habrían forzado alguna puerta y desvalijado un piso, aprovechando la ausencia de sus dueños en período estival pero no, lo que se echaba a faltar era un felpudo de goma, hasta ese entonces propiedad de la señora vicepresidenta de esta nuestra comunidad. Una pérdida irreparable; una tragedia sin parangón en los anales de la historia delictiva de este país; un mazazo terrible a la seguridad ciudadana.

Me da a mí que alguien salió cabreado de la última junta y le ha dado por confiscar felpudos, como a Antonio Recio (pinchad aquí quienes no sepáis quién es este señor).

Por otra parte, me surge otra duda, pongamos por caso (improbable) que el felpudo desaparecido realmente hubiese sido robado por un amigo de lo ajeno y no hubiese pertenecido a la señora vicepresidenta. Imaginemos que el objeto afanado hubiese sido mío, simple y mortal alquilada. ¿Si yo me hubiese quejado alguien se hubiese tomado la molestia de insistir en la seguridad del edificio? O, incluso, ¿si yo misma hubiese redactado un tochazo infumable dando rienda suelta a mi prosa para manifestar mi indignación y mi preocupación por la propiedad privada, me hubiesen permitido poner eso en el rellano? Seamos francos; la respuesta más lógica es un no rotundo. Está claro que hay escala jerárquica incluso a la hora de ser víctima. Encadenaré el felpudo, no sea cosa que tengamos un disgusto y ni siquiera se me vaya a permitir el derecho al pataleo.

Aunque siempre me quedará este blog. Chúpate esa, vicepresidenta.

jueves, 25 de agosto de 2016

Apología del GPS

Como ya os conté, he cambiado de proyecto en el trabajo. Lo que creo que no os conté es que también he cambiado de edificio. Un edificio que no está muy lejos del anterior pero que tampoco está muy cerca de nada. Hay autobuses a diez minutos en una dirección y metro a diez minutos en otra dirección, no como antes, que teníamos el metro en la puerta. Esto tenía grandes ventajas pero también hay que reconocer que tenía un gran inconveniente y ése es el que hoy vengo a relatar.

Al estar justo a la salida del metro, era literalmente imposible estar en la puerta fumando un cigarrillo con un/a compi y que no se acercara alguien preguntando por un hotel, un bar, la oficina del INEM o el estudio donde graban el programa “El Hormiguero” que también pilla cerca.

Ya de por sí es un poco cansino estar en tu ratito de desconexión y que te tomen por una oficina de información (y confieso que no siempre sabíamos dirigir a la gente por el camino correcto) pero si a eso le sumas que la mayor parte de la gente que venía a preguntar, lo hacía con un móvil en la mano, la cosa ya toma un cariz surrealista. Vivimos en una era tecnológica donde la gente vive enganchada al móvil para mandar whatsapps, entrar en Facebook, en Twitter y buscar Pokemons. Y no seré yo quien se meta con las aficiones de cada uno. Sobre todo yo, que me paso el día leyendo blogs para luego poder comentar entradas como churros y así ganar tiempo. Pero me sorprende la importancia que se le da al móvil como artículo de ocio y la poca importancia que se le da como herramienta. ¿Esta gente no sabe que en el móvil se pueden ver planos de por dónde anda uno, marcando el punto al que se quiere llegar y que la aplicación podrá guiarte mejor que cualquier trabajador estresado que se encuentre fumando en la puerta de su empresa?

Cuando vine a vivir a España y empecé a ir a entrevistas de trabajo, llevaba siempre un callejero de Madrid para no perderme (para que luego digan que las mujeres no sabemos interpretar un plano). Me resultaba más práctico que andar preguntando, con el consiguiente riesgo de topar con alguien que no tuviese ni idea pero creyese que sí la tenía y terminar con mis huesos en algún agujero de venta y/o consumo de sustancias ilegales. ¡Qué no hubiese dado yo por tener entonces un GPS en el móvil! Pero ahora lo tenemos y no lo valoramos. Entiendo que en lugares dejados de la mano de Dios, a veces es mejor preguntar porque el GPS puede terminar pidiéndote que te tires por un barranco pero en plena ciudad, con las calles convenientemente señalizadas, de verdad que vale más consultar en el móvil que preguntar a un trabajador que, en el 98% de los casos, ni siquiera conoce bien el barrio.

He dicho.

jueves, 21 de abril de 2016

Trapicheos

En la cafetería de mi trabajo, aparte de las consabidas máquinas de vending, hay también un puestecillo donde te atiende gente de carne y hueso y venden desayunos, comidas y café (meriendas y cenas no; a las cuatro y media se van y los de la tarde nos chinchamos, como de costumbre).

Pues bien, ese puestecillo antes lo llevaba una empresa que vendía unos cafés con leche de un tamaño bastante considerable y, aunque su precio era más elevado que el de la máquina, valía la pena porque por lo menos no estás tomando ese polvillo químico que debe llevar de todo menos café. Hace un tiempo, el puestecillo se lo quedó otra empresa diferente, que debe de haber una oferta imposible de rechazar, al mejor estilo Corleone.

Y en el renovado puestecillo también venden café, pero resulta que los cafés con leche grandes los sirven sólo por la mañana, para los desayunos. Si pides un café con leche al mediodía te lo sirven en un mini-vasito con un mini-palito y unos mini-sobrecitos de azúcar. En serio, parece que hubieran sacado todo de la casa de Pin y Pon. Todo menos el precio que, incomprensiblemente, es el mismo que para el café grande. Yo nunca como ahí pero dicen las malas lenguas que para las ensaladas también ponen un mini-tenedor. Debe de ser que se toman muy en serio eso de que hay que comer la comida en bocaditos pequeños para hacer correctamente la digestión y no tener que andar después tomando yogures con bífidus activo, por mucho que los recomiende nuestro chef más televisivo y más fan del perejil y de los chistes malos.

Una de las personas que trabaja en el puestecillo es una chica híper mega maja que ya estaba antes, por lo que el truco que hemos ideado los de la tarde es esperar a verla sola y pedirle que nos sirva un café grande. De hecho, generalmente no dan tapita para el vaso pero tienen tapas también por ahí (no sé por qué las tienen y no las dan, la verdad; o bien los dueños del cotarro tienen un extraño fetichismo relacionado con la acumulación de tapitas o bien con las tapitas sucede como con la prensa, que puedes devolver lo que no has vendido sin repercusión económica de ningún tipo), por lo que es el momento ideal para pedir una de estraperlo. Somos un cuadro, hablando bajito y señalando las cosas con los ojos para no llamar la atención. Me siento como en las series de cárceles, tan de moda últimamente, donde hay todo un submundo de mercados alternativos y economías sumergidas. Si a eso le sumamos que, según terminas de subir la escalera, lo primero que ves es un cartel donde dice “No hay salida”, sólo nos falta que nos pongan uniformes de colores chillones.

Así que en esas andamos. Esto debería considerarse tráfico de influencias. Ya que no me hago famosa por mis talentos, al menos ser conocida por mis acciones delictivas.

P.S. Por si os perdisteis el post de ayer, os recuerdo que ya está abierta la votación para los PAPA 2016. Podéis ver los candidatos y votar pinchando aquí

jueves, 14 de abril de 2016

¿Agobio o aburrimiento?

Hay días en mi trabajo en los que voy con la lengua afuera y no me dan las horas para llegar a completar todo lo que tengo pendiente. Esos días no me gustan nada, como supongo que puede ser comprensible.

Pero también hay días que sucede justamente lo contrario; son días en los que entra muy poquito trabajo y me veo ahí, sentada en mi mesa viendo las horas pasar, sin saber muy bien en qué ocupar el tiempo, rogando para que entre al menos un mail consultando algo que no llevemos en el departamento para el que trabajo para, al menos, poder responder con un “sigue participando”.

Y en esos momentos casi echo de menos el agobio de otros días. Digo “casi” porque lo suyo sería tener un volumen de trabajo normal, que no me haga sentir que estás corriendo contrarreloj pero que tampoco sienta que estoy muriendo de manera lenta (y aburrida) pero, si sólo tengo esas dos opciones donde elegir, por loca que parezca voy a decir que prefiero el agobio. Vale que estoy todo el día al borde del infarto pero, al menos, para cuando me quiero dar cuenta ya he consumido casi la totalidad de la jornada, lo cual supone todavía más agobio porque empiezo a decir “Mira la hora que es y yo sigo aquí con esto a medio hacer. No me da tiempo, no me da tiempo”… Soy lo más parecido al conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas en esos momentos. Pero, a pesar de eso, tengo la sensación de que llego antes a mi casa (acelerada como una moto y todavía dándole vueltas a los mil temas que llevo en la cabeza pero, lo que es llegar, llego).

Pero cuando me aburro las horas pasan leeeeentas y miro el reloj cada cinco minutos y me sorprendo de que sólo hayan pasado esos cinco minutos porque tengo la sensación de que han sido cinco horas. Y el aburrimiento me engorda. Bueno, no es que engorde por el hecho de estar aburrida pero el ocio me impulsa a entretenerme zampando porquerías; que si ahora voy a por unas patatas fritas, que si luego unos frutos secos, más tarde tengo sed por culpa de los frutos secos y voy en busca de un refresco… lo que termina siendo una ruina para el bolsillo y para las posaderas, que cualquier día se me van a salir de España.

Total, que un despropósito. Como digo, prefiero ir por la vida como las locas antes que tener esa sensación de que estaría mejor en mi casa planchando, que ya hay que estar desesperada para preferir planchar pero es que me pone histérica saber que estoy perdiendo el tiempo cuando podría aprovecharlo en algo productivo para luego, con la satisfacción del deber cumplido, tumbarme a la bartola a perder el tiempo con conocimiento de causa y a zampar grasas saturadas como si no hubiera un mañana.

Y si se salen de España, que se salgan.

jueves, 31 de marzo de 2016

¡Cuánto relax!

Hubo un día de estas pasadas vacaciones que el churri y yo decidimos ir a un spa. Para relajarnos, o eso se supone. Bueno, la verdad es que sí, que relajados salimos, aunque a veces me pregunto si no será que este tipo de actividades terminan relajando porque uno ya va con la mentalidad de que va a salir como nuevo porque, en realidad, si nos ponemos a pensar, hay multitud de elementos estresantes en un circuito acuático de esos.

Para empezar, yo soy incapaz de seguir el orden correcto de uso de las instalaciones. Al entrar viene una lista con la secuencia exacta que se supone que hay que seguir para que la experiencia sea de lo más fructífera, con sus tiempos y todo. Vamos a ver, si ya de entrada me tengo que aprender de memoria una secuencia de veinte pasos con sus correspondientes duraciones y, encima, estar pendiente del reloj, pues ya vamos mal. Otra opción sería llevarme una libreta waterproof para tomar notas a la entrada o bien estar volviendo a la entrada al finalizar cada etapa para ver qué es lo que sigue. Nada, pasando y a hacer lo que me dé la gana, como siempre.

Lo primero es la irónicamente llamada “ducha de bienvenida”. No sé si estáis acostumbrados a que os den la bienvenida a los sitios tirándoos agua helada encima pero yo prefiero que me inviten a un refresco y un sándwich de salmón ahumado con cebollino. Luego ya te puedes meter en una piscina de agua calentita que es una gozada, la verdad. Dentro de la piscina hay diversos elementos de tortura como unos chorros que te dan en la espalda a mala leche y unas sillitas con un montón de burbujas que molan un montón si no fuera porque yo peso poco más de cincuenta kilos y me lleva la corriente, como al camarón que se duerme, por lo que lo que puedan relajarme las burbujitas en las lumbares lo compenso con el esfuerzo sobrehumano que hago con el brazo al sujetarme a la barrita para no salir despedida al otro extremo de la piscina. Todo esto mientras cierro los ojos para que no me entre agua con cloro debido a las salpicaduras de los asistentes que están usando los chorros asesinos.

Hay también una mini piscinita con agua congelada donde metí el dedo gordo del pie. A día de hoy lo noto mucho más relajado. En la sauna finlandesa aguanté como cinco minutos pensando que en ese momento estaría más a gusto en Hoover Dam a la una de la tarde en julio (conté mi experiencia aquí). Pero como no sólo de sauna vive el hombre, también está la terma, donde ni siquiera entré porque, al abrir la puerta y ver el vapor hirviendo que salía de ahí dentro, pude comprender lo que siente un spaghetti  a punto de ser lanzado a la olla. Siento mucho más respeto por ellos ahora. Así que, mientras el churri se escaldaba, yo me fui al pediluvio, que consiste en caminar descalza por unas piedras mientras te sueltan chorros de agua fría en las piernas. Vamos, que si por circunstancias de la vida hubiese que caminar por un sitio así, una persona en sus cabales se pondría unas cangrejeras en lugar de ir descalzo pero en este mundo loco nos ponemos las cangrejeras en la naturaleza y luego pagamos por ir a caminar descalzos sobre las piedras.

Y luego llegó el momento del jacuzzi, que eso sí que mola, ahí no hay peros que valgan.

Para ir finalizando, te metes en lo que dan en llamar “ducha de contraste” que es lo mismo que pasa en casa cuando te estás duchando y alguien tira de la cadena. Ahora fría, ahora caliente… Y en casa chillaríamos algo como “¡dejad de fastidiar ya con el agua!” pero en el spa eso mola mucho.

Y ya, por fin, te sacas un té y te vas a una habitación que huele a incienso a tomártelo en una tumbona, preguntándote cuándo será el momento en que puedas volver.

Porque, curiosamente, quieres volver.

jueves, 17 de marzo de 2016

No es más que un “hasta luego”

Hoy vengo con una entrada cortita. Muy cortita. Este cuerpecito serrano se va a disfrutar de una semanita de vacaciones y, ante la perspectiva, hasta escribir un post largo me está dando vagancia. Bueno, lo de que el cuerpito serrano se va es un decir porque en realidad pienso quedarme en mi casa haciendo el vago a placer y tal vez salga de vez en cuando por algún plan improvisado (o a comprar comestibles para no morir de inanición).

No sé si comentaré blogs o no, aunque supongo que lo leeré todo pero yo cuando desconecto, desconecto de todo.

Sed buenecitos y secaos esas lagrimillas. Esto no es un adiós; sólo un “hasta luego”.

jueves, 14 de enero de 2016

Una serie de catastróficas desdichas VIII: El retorno de la Lavadora (y una propinilla)

¿Recordáis este capítulo de mi larga lista de vicisitudes, donde os contaba que mi lavadora casi espicha?

Pues al final espichó. Ya estaba dando señales de agonía desde hacía tiempo y, al centrifugar, hacía un ruido que parecía que se nos caía la casa encima. Recuerdo que una vez la pobre lavadora se quedó centrifugando y le dije al churri que salía a hacer un recado. En el rellano se podía escuchar con perfecta claridad el ruido infernal que producía la misma.

Hasta que un día dijo “Hasta aquí hemos llegado” y, en pleno proceso, se paró, dejando como recuerdo un montón de ropa ensopada que tuve que escurrir en la bañera como buenamente pude, con el pertinente agradecimiento de mis riñones por andar cargando un barreño lleno de ropa empapada y cubierta de manchas de jabón.

La tendí con mucho esfuerzo, aun a sabiendas de que tendría que volver a lavarla. Ella, como agradecimiento, lloraba lágrimas sucias de jabón y tinte sobre el suelo de mi terraza. Un panorama desolador. Y, como no queríamos volver a entrar en una batalla con la inmobiliaria, el dueño y la madre del cordero, decidimos comprar una nueva y que saliera el sol por Antequera (o por donde quisiera, pero que saliera, porque yo necesitaba la ropa seca).

Y ahora todo es algarabía y felicidad. Mi nueva lavadora hasta hace musiquita cuando la enciendes. Y tiene una capacidad de carga de dos kilos más que la anterior, por lo que estoy feliz, pensando en que voy a poder lavar hasta el nórdico con comodidad.

Y pensé que con esto, dado que ya se nos terminaba el año, los hados dejarían de acosarnos y se irían en busca de víctimas más merecedoras de su ira pero aún nos reservaban una sorpresa de fin de año. El churri se compró una cafetera de estas de cápsulas (no la de George Clooney, la otra) y, cuando fuimos a hacer la primera limpieza para tomarnos un rico café, resultó que no funcionaba. Así que nos tocó ir el segundo día del año a cambiarla. Como imaginaréis, el departamento de Atención al Cliente estaba hasta arriba de gente pero, una vez superada la cola, la probaron. Yo pensé que no la iban a probar pero se ve que no nos creían y ahí que se fue la chica a buscar agua y una capsulita de café que no llegó a utilizar porque comprobó que, efectivamente (tan) locos no estábamos y era cierto que aquello no chupaba agua cuando la tenía que chupar.

Así que nos dieron otra que, por suerte, sí funciona y hemos podido disfrutar de cafés y chocolates calentitos. La cafetera parece haber terminado de romper la maldición que pendía sobre nuestras cabezas cual espada de Damocles y espero, de todo corazón, que el resto de 2016 sea benévolo con nosotros. Sea lo que sea que hayamos hecho en otra vida, creo que ya hemos pagado sobradamente nuestra deuda.

Así que esta sección termina aquí (espero).

jueves, 7 de enero de 2016

Una serie de catastróficas desdichas VII: El barquito chiquitito

Ja. Que os creíais que por haber cambiado de año ya no iba a contar más desgracias. Pues no, señores, todavía me queda un par más de tragedias que contar. Suerte que ambas son del año pasado y, con un poco de suerte, este año será generoso para conmigo y mantendrá alejado el mal fario o, al menos, dosificará estos aciagos momentos para que no tenga que vivirlos todos juntos.

Hace cosa de mes y medio llamaron al churri para ofrecerle instalar fibra óptica y aumentar la velocidad de Internet a 300 Mbps, lo cual suponía una evidente mejora en relación a los 10 Mbps que teníamos hasta el momento. El churri aceptó encantado. A mí, la verdad, me daba un poco igual porque los 10 Mbps me iban bien para lo que yo uso Internet y, si tengo que descargarme algo (legalmente, que conste) tampoco tengo tanta prisa como para no poder esperar un poco pero el churri quería más velocidad. Y más y más… Vamos, que si hubiera que ponerse casco para navegar por Internet, él estaría encantado.

Total, que vinieron a instalar la fibra. Y lo pusieron a 300 Mbps y chutaba aquello que daba gloria, la verdad. Peeeeeeero… tuvimos dos inconvenientes. El primero fue que mi pobre portátil rosa-divino de la muerte-que me tiene loca de amor no reconocía el router (o el router no reconocía el portátil, no sé bien lo que pasaba pero el asunto es que no se querían hablar). Finalmente, el churri consiguió que se hicieran amigos y ya estábamos todos contentos, navegando a velocidades supersónicas.

Pero no duraría mucho nuestra algarabía porque el router que nos pusieron resultó ser una castaña que se reinicia solo cada dos por tres o se queda tostado y no hay manera. Yo moría de desesperación porque prefería estar con mis 10 Mbps de toda la vida, que nunca me fallaban, que tanta velocidad para estar quedándome en el limbo cada media hora y sentirme como el barquito chiquitito que no podía, que no podía, que no podía navegar. El churri puso el router antiguo que, como es antiguo, no nos da más de 100 Mbps pero, al menos, se está quietecito y no hace cosas raras. Pedir que nos cambiaran el router no era una opción porque, al parecer, es un problema del modelo y la compañía sólo instala ese modelo, así que era un poco tontería.

Al dar el alta le habían dicho al churri que podía probarlo tres meses y, si no le convencía, podía volver atrás, quedándose con 30 Mbps simétricos al mismo precio de los 10 que teníamos antes. Pensé que esa sería su opción pero no. Él ya está como niño con juguete nuevo y quiere sentir el vértigo, así que ha decidido que va a comprarse un router maravilloso que no se cuelgue y le permita disfrutar de su ultra velocidad.

No sé yo si al final no nos sale más caro el invento pero, si es su ilusión…


P.S. El próximo día 9 este ilustre blog cumple cuatro añitos. Un año más, muchísimas gracias a todos por estar ahí, que escribir para uno mismo es una cosa muy triste. 

jueves, 17 de diciembre de 2015

Una serie de catastróficas desdichas VI: La historia de un envío (o dos). Segunda parte.

Siiiiii. Ya llegó, ya está aquí, la segunda parte de esta historia que con tanta ansia esperabais. Ya veis que a veces tardo pero cumplo con lo prometido.

El capítulo anterior había terminado con mi paquete retenido en la aduana uruguaya y el paquete de mi madre abandonado en algún lugar de Móstoles.

Pues bien, mi madre, al día siguiente de imprimir el papelito que necesitaba para hacer el pago, fue muy diligente a Correos para pagar el impuesto revolucionario que le pedían. En la oficina le informaron que ahí no era, que tenía que ir a otra oficina peeeero, que ese día no la iban a atender porque estaban en “suspensión de tareas”, que es un eufemismo hermoso para no decir que están de huelga. Mi madre, que es una rebelde y tiene un pronto muy malo, se enfadó tanto que, según sus propias palabras, se dio la vuelta y no dio ni las gracias. Mi madre es la reencarnación de La Pasionaria, sí.

Total, que pensó que tendría que volver al día siguiente siempre y cuando no lloviera porque estaba pronosticada una tormenta terrible y decía mi madre que lo único que le faltaba era pillarse una pulmonía por culpa de Correos, Aduanas y la santa madre de todos. Como, al parecer, al día siguiente no diluviaba, para allí que salió pero hete aquí que, cuando va a salir de su edificio, le dice la portera que le había llegado un paquete. Sí, mi paquete. Por razones inexplicables, lo habían mandado igual aunque no estuviera pagado el importe correspondiente. Uruguay is different. Según le contó la portera del edificio, a ella le había pasado lo mismo. Rellenó el famoso formulario y dejó pasar un par de días antes de ir a pagar y se lo mandaron igual, así que ya hemos dado con el truco para no tener que soltar dinero por algo que ya estaba pagado en origen. Lo malo es que mi madre ya tenía pensado mandar una carta a la radio para quejarse y hacerse oír como ciudadana indignada y, la pobre, se ha quedado con las ganas.

A partir de ahora, cada vez que tenga que mandarle un regalo a mi madre tendré que preguntarle qué tal le viene. Si se lo mando ya o mejor me espero a principios de mes, que ya habrá cobrado. Surrealista.

Como había gente deseando saber qué le mandé (y no, no fue un huevo Fabergé) os informo que era un colgantito, una lechuza de lana porque mi madre colecciona lechuzas desde que tengo memoria y una revista que me había encargado.

Próxima parada, Móstoles City. Aprovechando que tuve una semana de vacaciones, hablé con la sobrina de la compañera de trabajo de mi madre y me dijo que fuera a buscarlo cuando quisiera. Hay que ver las excursiones que hay que hacer para ir a cualquier sitio fuera de Madrid capital cuando uno no tiene coche pero, finalmente, llegamos (fui con el churri porque así, el muy pillín, aprovechaba para engatusarme y que fuéramos al Ikea luego de recogido el paquete).

Tengo que decir que la chica es un encanto y, lo que pensé que iba a ser un trámite de cinco minutos, terminó siendo una visita de más de una hora, donde nos contamos nuestras vidas y de lo que echábamos de menos del paisito. Entrañable, todo.

Mi madre me mandó un colgante hecho con sus propias manos (no sé a quién salgo con mi legendaria torpeza), un calendario perpetuo de madera con un gatito y camisetas para el churri y para mí. Todo super chulo.

Así que, al final, todo salió maravillosamente. La vida me pone duras pruebas, sí, pero al final siempre salgo airosa porque no me dejo vencer por las adversidades.

Y me he vuelto a enrollar y a escribir más de la cuenta pero bueno, os dejo palabras de más de propina porque… me vuelvo a ir de vacaciones. En principio será una semana pero creo que no volveré a asomar la nariz por aquí hasta dentro de dos semanas porque voy a necesitar unos días para programar las entradas y poner un poco de orden. Amén de que en época navideña no suele quedar ni el tato por aquí; y predicar en el desierto pues como que no.

Pasad muy buenas fiestas, no os empachéis de polvorones y, si decís “Pamplona” colgadlo en vuestros blogs y nos echamos unas risas.

Todos mis buenos deseos para este 2016 que se nos viene. Sed felices y reíd en cada oportunidad que tengáis porque siempre, siempre, hay motivos.

¡Hasta el año que viene!

jueves, 3 de diciembre de 2015

Una serie de catastróficas desdichas V: La historia de un envío (o dos). Primera parte.

Continuando con mi saga de desgracias, hoy paso a relatar algo donde, si bien no hay ningún electrodoméstico implicado, me hizo darme cuenta de que, definitivamente, algo no marchaba bien en mi vida.

En realidad todo había comenzado meses atrás, cuando una compañera de trabajo de mi madre anunció que viajaba a Europa y que estaría unos días en casa de una sobrina que vive en Móstoles. Mi madre, emocionada, le preguntó si tendría a bien quedar conmigo para entregarme un paquetito. La mujer respondió afirmativamente y hacia España que viajó con el encargo pero, por azares del destino, no pudo quedar conmigo y el paquete quedó en Móstoles abandonado a su suerte hasta que yo tuviera tiempo de ir a rescatarlo.

Mi idea inicial era hacer intercambio de paquetes para que esta señora le llevase también algo a mi madre pero, dado que el plan A no había salido según lo esperado, decidí mandarlo por correo certificado. Hasta aquí, todo medianamente bien pero resulta que, al día siguiente de hacer el envío, miro el papelito de correos y veo que puse mal el número de apartamento. En serio, me sé la dirección de mi madre de memoria. Vete a saber en qué estaría yo pensando. Llamé a Correos y me dijeron que el paquete estaba todavía en la oficina. Ahí  que me dirigí rauda y me dijeron que no, que de ahí ya había salido (me encanta la coordinación que tienen, de verdad) pero que se podía mandar un fax a una especie de oficina internacional para corregir el dato. Me hicieron rellenar un formulario (hay formularios para todo en esta vida) y me dijeron que con eso quedaba solucionado. No obstante, mi madre ya estaba avisada de la locura transitoria de su hija y se había dedicado a informar de lo estúpida que soy a la portera del edificio y a la habitante del apartamento erróneo.

Días más tarde me meto en la página de Correos a ver qué tal va mi envío y me entero de que me lo tienen retenido en aduana. Al parecer, ahora quien recibe algo en Uruguay tiene que declarar el contenido (algo que ya hice yo al enviarlo) y pagar una tasa de aduanas por recogerlo (cosa que también pagué yo al enviarlo). Pero bueno, contra la burocracia no se puede luchar, así que mi madre rellenó online el formulario que han creado para tal fin e imprimió el justificante para ir a Correos a pagar los cinco dólares que le pedían como rescate por su paquete. A todo esto, tuve que decirle qué era y cuánto valía para que ella pudiera rellenar el formulario. Me cargué la sorpresa y las normas de educación en un abrir y cerrar de ojos. Dice el churri que la culpa es mía por andar mandando huevos Fabergé por correo.

Os contaré el resto de la historia en la próxima entrega para que esto no se haga eterno y para manteneros enganchados.

Sí, soy muy mala.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Una serie de catastróficas desdichas IV: El portátil

Sé que a muchos os he tocado la fibra sensible con este título. Tal vez uno de los peores castigos a los que pueda verse sometido un blogger es a verse de repente privado de su herramienta (herramienta de trabajo para aquellos que sois todos unos profesionales del tema y herramienta sin más para quienes, como servidora, gustamos de hacer el indio).

Para vuestra tranquilidad, antes de que a alguno le dé un ictus, adelanto que la cosa tuvo fácil solución pero no os podéis imaginar los calores que me subieron cuando, una buena mañana, cuando me disponía yo a bloguear mientras desayunaba, como hago todos los días, veo que mi querido portátil rosa divino de la muerte que me tiene loquita de amor no reconocía mi usuario. No hablo de la contraseña, sino del usuario. O sea, que había dejado de existir para mi querido e incansable compañero. Pocas veces en mi vida un desprecio me había tocado tanto mi tierno corazoncito.

Llamé al churri, claro está, que para eso es el informático de la casa y porque con alguien tenía que compartir la terrible tragedia que estaba viviendo en esos momentos ¿Acaso las parejas no están para eso? ¿Para amarse y respetarse en la salud, en la enfermedad y en las incidencias técnicas? El churri estaba trabajando pero a mí eso me daba igual. Yo tenía un problema y había que solucionarlo. Ya. Ipso facto.

Y no, no se solucionó ipso facto porque me dijo que explicármelo por teléfono era mucho lío y que ya me lo arreglaría por la tarde cuando volviera. ¿Qué? ¿Iba a estar sin portátil toda la mañana? En serio, ¿por qué no podía arreglármelo por telepatía o algo? ¿Acaso no confiaba en mi capacidad para comprender sus explicaciones vía telefónica? Ah, cierto, que estaba ocupado trabajando y esas cosas que se hacen para ganar un sueldo a fin de mes y poder comer y financiar otros caprichos como un techo sobre nuestras cabezas. Me da igual; esto era un caso de vida o muerte. Me sugirió que usase su ordenador pero yo ahí sí que no me meto. Su ordenador es demasiado moderno para mi gusto y no me apaño. Yo quiero mi portátil porque ya llevamos muchos años juntos y nos hemos acostumbrado a nuestras respectivas manías, como un matrimonio bien avenido.

Por la tarde pude respirar tranquila porque cumplió su promesa y lo arregló. Aunque hay que decir que de vez en cuando el problema se repite, lo que me hace sospechar que mi querido portátil rosa divino de la muerte que me tiene loquita de amor está diciendo adiós y tendría que ir pensando en buscarle un reemplazo.

Y no es que me niegue a cambiarlo por razones sentimentales, que por muy loquita de amor que me tenga siempre puede aparecer otro en su reemplazo, como cuando dices “no amaré a a nadie como a ti” y al final sí, sino porque no estoy yo para dispendios.

Rezad por él.