Creo que en mis círculos sociales ya estoy empezando a ser
conocida como el Grinch pero es que es comenzar noviembre y empiezo a ponerme
de mala leche ante la perspectiva de las fiestas navideñas. Iba a decir que eso
me pasa al empezar diciembre pero desde hace unos años ya se encargan los
centros comerciales de retirar los últimos dientes de vampiro y la última bolsa
de golosinas y empezar a recordarnos que vienen Papá Noel, los Reyes Magos, los
renos, los camellos y la madre que los trajo a todos. Las estanterías se llenan
de polvorones, mantecados, pasteles de gloria (creo que esto es lo único que
me gusta de las navidades; deberían vender pasteles de gloria todo el año), turrón
del duro, del blando y de ese con fruta escarchada que siempre se compra pero
al final nadie se come. Qué pesadez, madre.
Y os preguntaréis si no me pasa lo mismo con San Valentín o
con Halloween. Pues sí, me pasa pero son fiestas de las que puedo pasar más
fácilmente. Por ejemplo, en mi casa San Valentín no lo hemos celebrado en la vida.
Si nos apetece regalarnos algo así porque sí, lo hacemos y si nos da por ir a
cenar, pues también. San Valentín es algo que puedes ignorar y que ni te vaya
ni te venga la historia.
Con Halloween pasa algo parecido. Si no lo quiero celebrar,
pues no lo celebro y ya. Si surge algún plan divertido como el que os conté
este año (y que podéis leer aquí)pues me apunto, porque para hacer el chorra no hay horario ni fecha en el
calendario.
Pero la Navidad es distinta. Hay una convención social que
te empuja a participar de la vorágine festiva aunque no quieras. Las comidas o
cenas con los compañeros de trabajo, las quedadas con los amigos, otro tipo de
compromisos sociales que no tienes ni idea de dónde han salido… Y si dices que
no vas, quedas como una borde antisocial que no se relaciona con sus
compañeros/amigos/gente que conoces por diferentes circunstancias de la vida. Y
la lotería. Que esa es otra. En mi trabajo toca comprar el décimo de Barcelona,
el de Madrid, la participación del sindicato… Que claro, puedes optar por no
comprar nada pero ¿y si toca y te quedas con cara de boba? ¿O si compro sólo
uno de los décimos y resulta que toca el otro? Pues la misma cara de boba. Así que
al final cedes y compras. Y, al menos a mí, de momento no me ha tocado más que
un reintegro allá por el 2010, que terminé invirtiendo en la Lotería del Niño por
si acaso mi fortuna estaba ahí pero no, tampoco. No sé yo si esto compensa.
Y antes por lo menos en Nochevieja me iba de fiestuqui con
mis amigos pero desde que todos son padres pues ya no, claro.
Un sacacuartos, es lo que son las fiestas. Hasta el gorro navideño estoy ya.