Escríbeme!!!

¿Sugerencias? ¿Comentarios? ¿Quieres venderme algo o cyber-acosarme? Escríbeme a plagiando.a.mi.alter.ego@gmail.com

Mostrando entradas con la etiqueta Lo que no me gusta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lo que no me gusta. Mostrar todas las entradas

jueves, 23 de noviembre de 2017

Soy el Grinch

Creo que en mis círculos sociales ya estoy empezando a ser conocida como el Grinch pero es que es comenzar noviembre y empiezo a ponerme de mala leche ante la perspectiva de las fiestas navideñas. Iba a decir que eso me pasa al empezar diciembre pero desde hace unos años ya se encargan los centros comerciales de retirar los últimos dientes de vampiro y la última bolsa de golosinas y empezar a recordarnos que vienen Papá Noel, los Reyes Magos, los renos, los camellos y la madre que los trajo a todos. Las estanterías se llenan de polvorones, mantecados, pasteles de gloria (creo que esto es lo único que me gusta de las navidades; deberían vender pasteles de gloria todo el año), turrón del duro, del blando y de ese con fruta escarchada que siempre se compra pero al final nadie se come. Qué pesadez, madre.

Y os preguntaréis si no me pasa lo mismo con San Valentín o con Halloween. Pues sí, me pasa pero son fiestas de las que puedo pasar más fácilmente. Por ejemplo, en mi casa San Valentín no lo hemos celebrado en la vida. Si nos apetece regalarnos algo así porque sí, lo hacemos y si nos da por ir a cenar, pues también. San Valentín es algo que puedes ignorar y que ni te vaya ni te venga la historia.

Con Halloween pasa algo parecido. Si no lo quiero celebrar, pues no lo celebro y ya. Si surge algún plan divertido como el que os conté este año (y que podéis leer aquí)pues me apunto, porque para hacer el chorra no hay horario ni fecha en el calendario.

Pero la Navidad es distinta. Hay una convención social que te empuja a participar de la vorágine festiva aunque no quieras. Las comidas o cenas con los compañeros de trabajo, las quedadas con los amigos, otro tipo de compromisos sociales que no tienes ni idea de dónde han salido… Y si dices que no vas, quedas como una borde antisocial que no se relaciona con sus compañeros/amigos/gente que conoces por diferentes circunstancias de la vida. Y la lotería. Que esa es otra. En mi trabajo toca comprar el décimo de Barcelona, el de Madrid, la participación del sindicato… Que claro, puedes optar por no comprar nada pero ¿y si toca y te quedas con cara de boba? ¿O si compro sólo uno de los décimos y resulta que toca el otro? Pues la misma cara de boba. Así que al final cedes y compras. Y, al menos a mí, de momento no me ha tocado más que un reintegro allá por el 2010, que terminé invirtiendo en la Lotería del Niño por si acaso mi fortuna estaba ahí pero no, tampoco. No sé yo si esto compensa.

Y antes por lo menos en Nochevieja me iba de fiestuqui con mis amigos pero desde que todos son padres pues ya no, claro.

Un sacacuartos, es lo que son las fiestas. Hasta el gorro navideño estoy ya. 

jueves, 11 de mayo de 2017

De limpiezas y broncas maternas

Como ya os adelantaba Forlán el pasado lunes, en este puente de mayo aprovechamos para limpiar ventanas.

Bueno, lo de que “aprovechamos el puente” es un decir. En realidad limpiamos las ventanas del salón el martes a última hora por acallar un poco nuestras conciencias, ya que la idea era haber limpiado todas las ventanas de la casa durante los cuatro días de descanso pero ya sabéis cómo son estas cosas. Que si un día te da pereza, que si otro día te surge un acontecimiento inesperado (esto es: que te habías levantado con energía pero, inesperadamente, te da pereza)… Os hacéis una idea, ¿no?

Y, aunque Forlán dijo que soy una guarra que no limpia nunca las ventanas tengo que decir en mi defensa que… vale, no puedo decir nada en mi defensa. Jamás limpio las ventanas. Me parece una tarea de lo más desagradecida. Nunca consigo que me queden sin marcas y, por norma general, un día o dos después de limpiarlas, llueve como si no hubiese un mañana y mi trabajo se va al garete.

Pero había que limpiarlas porque venían visitas de allende los mares (ya vinieron y planean volver; ya contaré porque esto se va a hacer muy largo) y resulta que las visitas son amistades de mi madre y, claro, no es cuestión de que le vayan luego con el chisme a mi madre de que vivo como una pordiosera o que en España es costumbre tener ventanas opacas. Ya sé que una bronca por Skype no es lo mismo que una bronca materna en vivo y en directo pero, aun así, prefería ahorrarme el trago, que una andará ya más cerca de los cuarenta que de la treintena pero una madre sigue siendo una madre y aún no olvido las broncas de “limpia tu habitación, que seguro que ahí estás criando bichos”. Sí, por increíble que parezca, cuando yo era adolescente vivía en un caos permanente y, por lo que recuerdo, no me importaba en absoluto. Hay que ver lo que cambia la gente.

Así que, despacito (suave, suavecito), hemos ido limpiando el resto de ventanas de a una por día. Lo que peor llevo, en realidad, son los rieles. Ahí se acumula polvo y guarrería de la calle que, con la contribución de las lluvias, termina convirtiéndose en un pegote imposible de quitar.

Comenté en el trabajo que andaba en la campaña “limpieza de ventanas” y una compañera comentó que ella también tenía que hacerlo pero que iba a pedir prestada una aspiradora para limpiar los rieles. No os puedo explicar el disgusto que se llevó cuando le dijimos que la roña de los rieles no se quita con la simple acción de una aspiradora; que ahí hay que usar cepillito o bayeta y paciencia humana. Las técnicas de limpieza de ventanas se convirtieron en la conversación estrella de la mañana.

Por cierto, las del salón ya tienen huellas de las patitas de Munchkin. No haré comentarios al respecto. Sólo quiero llorar.

jueves, 30 de marzo de 2017

Carta desde la decepción

Querida Madre:

A mediados de mes me hiciste sentir tremendamente afortunada. Pensé que nuestra relación por fin había llegado a un punto de entendimiento y que me ibas a permitir disfrutar del estado de confort que siempre ansío.

Pero lamento comunicarte que, una vez más, me has decepcionado. Apenas unos días más tarde te note fría. Muy fría. Y de lo más húmeda. A estas alturas del año no es cuestión de andar así. Me parece que ya son épocas para que vayamos llevándonos bien y me vuelvas a dar el cálido abrazo de todos los años en lugar de seguir torturándome con tu semblante más gélido.

Mi madre biológica es más predecible. No digo que no tenga sus tormentas de vez en cuando pero, por norma general, la ves venir. Y siento decirlo de una forma tan directa pero tú, Madre Naturaleza, eres una histérica. De repente estás contenta, de repente estás triste y lo mismo pones a cantar a todos los pajaritos que encuentras como me mandas una nevada en plena cocorota cuando estoy volviendo del trabajo. ¿Hay derecho a esto? Yo te defiendo en la medida de mis posibilidades. Que si hay que cuidarte y respetarte, que si eres un ser generoso que nos ofrece todo lo que necesitamos para la vida pero, leches, pon un poquito de tu parte porque, la verdad, me lo estás poniendo muy difícil.

En serio, ¿qué te he hecho yo? Me acuerdo siempre de echar los plásticos al cubo amarillo, de llevar los cartones y los envases de vidrio a sus correspondientes contenedores… Bueno, vale, mando al churri pero el resultado es el mismo, ¿no? Pues sé un poquito agradecida y dame ya la primavera, que después de estar tiritando desde noviembre, creo que me la he ganado. No pido mucho; no hace falta que pueda salir mañana en chanclas a la calle pero con despedirme del plumas y poder llevar apenas una chaquetita fina, me doy por satisfecha. Yo recuerdo que, cuando era pequeña, mi madre biológica me premiaba cuando me portaba bien. Me compraba cosas o me llevaba de paseo y nunca, pero nunca nunca, me quitaba mis premios una vez alcanzados. Eres un ser sádico y cruel.

Ya no sé si suplicarte o amenazarte con mezclar lo orgánico con los plásticos, a ver si así me tomas un poco en serio.Así que, hasta que no me des mi premio en forma de temperatura no inferior a los veinte grados durante una semana consecutiva, no te ajunto.

Siento que hayamos tenido que llegar a esto pero no me dejas elección. Está visto que no funcionan las buenas palabras ni sirve de nada portarse bien durante todo el año.

Lo lamento pero tengo que decir que Papá Noel mola mucho más que tú. Y eso que él está acostumbrado al frío. Al final se va a terminar convirtiendo en mi favorito.

Sin otro particular, y esperando que tomes debida nota de lo planteado en esta misiva, se despide atentamente

Álter

jueves, 7 de abril de 2016

¿Recordáis la primavera?

Más de una vez he comentado por aquí que no me gusta nada el invierno. Yo soy de naturaleza friolera, así que sólo me siento a gusto a partir de los 25 grados (siendo generosa). Aparte, no me gusta nada ir cual cebolla embutida en capas y capas de ropa con lo fácil que es ponerse un vestidito, un par de sandalias y a vivir la vida.

Pero, desde hace unos años, creo que hay algo que detesto todavía más que el invierno y son estos primeros días de “primavera”, por decir algo, donde llueve y sigue haciendo frío cuando una ya se había hecho ilusiones de empezar a disfrutar un poco del buen tiempo. Porque el invierno es un asco (al menos para mí) pero tengo que reconocer que es una estación sincera. Se supone que tiene que hacer frío y llover y matarme a disgustos y es lo que hace. Va de frente, sin dobleces.

Pero esta primavera que no empieza nunca y que, siendo sinceros, ya ni siquiera empieza nunca sino que tal vez se limita a un par de días de clima templado para luego convertirse súbitamente en verano, se me antoja un ser traidor y despiadado. Y la culpa es del cambio climático, estoy segura. Cuando yo era pequeña, la primavera era primavera. Había cuatro estaciones bien definidas pero ahora tenemos dos y con suerte. Hacía tiempo que no había vivido un diciembre tan generoso como el que hemos tenido este año pero mi miedo era que al final nos íbamos a plantar en mayo todavía con el frío respirándonos en la nuca y, por lo que estoy viendo, mis temores no eran infundados.

Suelo ser una persona optimista pero tengo que reconocer que a mí el clima me afecta mucho y cuando miro por la ventana y veo que sigue haciendo frío cuando ya no debería hacerlo se me cae el alma a los pies. A ver si la situación mejora en breve y puedo salir  a la calle en mangas de camisa. Camisas que, por otra parte, tengo desde hace años porque hace tiempo que dejé de invertir en la llamada “ropa de entretiempo”. Me parece un gasto inútil en vista de que el entretiempo últimamente dura dos días en primavera y otros tantos en otoño. Por poner un ejemplo, siempre he sido una enamorada de las gabardinas y es por ello que tengo tres. Y tres son exactamente las oportunidades que tengo de usarlas durante el año. Lo bueno es que en ese sentido no repito modelito pero lo malo es que se pasan 362 días del año ocupando espacio en el armario (este año serán 363).

Así que tengo que admitir que ando un poco “chuchurría”, como sin ganas de nada. Y eso en mí no es habitual. Quiero disfrutar del solecillo, quiero que las prendas se me sequen rápido y quiero que la gente se dé cuenta de que debajo de todas esas capas de ropa se escondía una personita. 

jueves, 18 de febrero de 2016

No nos moverán

Entre las plataformas de blogs siempre ha habido una cierta inquina. No me refiero a que exista animosidad entre los bloggers en sí mismos, que intentan con todas sus fuerzas crear una comunidad abierta y solidaria sin importar la plataforma elegida por cada uno sino que hablo de las plataformas en sí mismas. A los de Blogger siempre nos ha costado comentar o seguir blogs de otras plataformas y, hasta ahora, me consta que mucha gente de otras plataformas tenía graves problemas para comentar en los blogs de Blogger. Ya ni digo para seguirlos; pedían hasta la huella digital pero, con un poco de buena voluntad y altas dosis de ingenio, conseguíamos salvar esos obstáculos y convivir todos en paz y armonía.

Pues bien, parece que últimamente a los amigos de Blogger les ha dado por ser más elitistas que ninguno. Comprobé con horror hace algunas semanas cómo estaba perdiendo seguidores a pasos agigantados. No es que me sigan hordas de fans enloquecidos, por lo que cualquier merma en su cantidad suele ser bastante evidente. Y, claro, yo que soy mucho de darle vueltas a las cosas, no hacía más que pensar qué podía haber sucedido para que de repente la gente me abandonara de semejante manera, sin un “adiós”, sin una explicación en plan “no eres tú, soy yo” o “mira, sí, eres tú, que me tienes hasta el gorro ya con tanto anuncio y con el cansino de tu gato todo el día dando la barrila”. Nada, desaparecían sin más ni más, como burdas copias de amantes pasajeros.

Y me puse a investigar, porque yo soy muy de dar vueltas a las cosas y también de investigar. Y resulta que dicen los de Blogger que ahora, para seguir un blog de ídem, hay que tener cuenta de Google y, que si no, no se puede. Ah, pues muy bonito. Luego mucho hablar de globalización y de tanta tontería para que al final todos tengamos que pasar por el mismo aro y que no se nos permita ni elegir. Con el trabajo que me ha costado a mí ganarme a mis seguidores para que ahora me los borren de un plumazo. No hay derecho.

Yo propongo una manifestación multitudinaria (o con los que buenamente puedan ir y no tengan nada mejor que hacer) encabezada por un carteles que recen “No a la descriminación” y “Blogs pa´todos o pa´nadie”. Las faltas de ortografía son puro Marketing. Si lideras una manifestación con un cartel con faltas de ortografía ten por seguro que sales en los medios. Soy un genio de la manipulación comunicativa.

Bueno, pues ya me vais diciendo qué os parece y, sobre todo, quién piensa hacer los carteles, que yo, aparte de ser muy de dar muchas vueltas a las cosas e investigar, también soy muy de fastidiar cualquier cosa que requiera una mínima habilidad manual. Y los carteles tendrán faltas pero tienen que ser bonitos que, si no, no lucen bien y no nos sacan en ningún lado. 

jueves, 4 de febrero de 2016

Prefiero catar helados

Una de las profesiones que más me costará entender en esta vida es la de odontólogo. No me refiero a que no entienda a qué se dedican ni qué carrera han estudiado, claro está. Lo que no entiendo es cómo alguien en su sano juicio puede pensar en algún momento de su vida que lo que más le llenaría de orgullo y satisfacción es hurgar en la boca de la gente. Me imagino a la abuelita preguntando a su nieto “Nene, ¿qué vas a querer ser cuando seas mayor?” y el niño, con los ojitos encendidos de ilusión, respondiendo “Quiero curar la halitosis, abueli”.

Si hay algún dentista leyendo esto, le ruego me disculpe. Sé que los dentistas son necesarios para mantener nuestra salud bucal y nuestro bienestar general pero no consigo entender cómo no se mueren de asco explorando las cavidades de perfectos desconocidos (aquí me diréis que peor lo tienen los proctólogos pero yo de esas cosas ni hablo).

Y, claro está, no faltará quien apunte que un dentista cobra mucho y que poderoso caballero es Don Dinero y todo lo demás pero qué queréis que os diga; un electricista también cobra mucho y ni tiene que estar viendo guarradas ni ha tenido que estudiar años y años de carrera. Los electricistas sí que saben. Los fontaneros, ya no tanto, que sí es cierto que cobran mucho pero hay cierta situaciones en las que no me gustaría para nada verme envuelta.

Pues eso, que no me creo que alguien estudie Odontología por puro amor al vil metal, ya que hay actividades igual de lucrativas y de más fácil acceso. No. Esto es vocación pura. Incomprensible, sí, pero vocación al fin y al cabo. O tal vez lo que suceda es que, tras cada dentista titulado, se esconda un psicópata frustrado, a quien lo que realmente le gusta no es librar a sus pacientes de las penurias sino arrancar muelas, ver brotar la sangre, dar “pinchacitos” con agujas gigantescas y, lo que es peor, obligarles a debatir sobre temas de actualidad cuando tienen la boca llena de aparatos de tortura y están a punto de morir ahogados en su propia saliva.

Recuerdo que no hace mucho mantenía una conversación con mis amigos. Una conversación profunda y filosófica, que es lo que nos caracteriza, porque nosotros somos gente seria y auténticos librepensadores contemporáneos. En esta ocasión, hablábamos de profesiones curiosas y salió el tema de gente que cata helados. Una amiga decía que vaya empacho de helado, que qué horror de trabajo y mirad, llamadme loca si queréis pero a mí me dan a elegir entre estar quitándole el sarro a gente que no conozco de nada o probar la nueva variedad de frutos del bosque con banana del Amazonas y no creo yo que tuviera que pensármelo mucho. Seguramente no cobraría lo mismo pero estoy plenamente convencida de que ese trabajo me reportaría muchas más satisfacciones.

Mi báscula quizás no opine igual pero qué sabrá ella, la muy maldita.

jueves, 4 de diciembre de 2014

He fracasado mil veces. ¡¡Ole yo!!

Como ya hemos terminado con las crónicas de mi viaje y la economía no está para dirigirme a un nuevo destino con el que saciar vuestras ansias de cotilleo, toca volver a divagar sobre chorradas varias.

Hace tiempo que le estaba dando vueltas a esto así que, allá vamos, aunque tal vez se abra un foro de debate a raíz de este post. Vaya por delante que, como sabéis, no soy madre ni tengo a mi cargo la educación de ningún ser humano así que voy a dar mi opinión como vulgar ciudadana, que para eso tengo blog y escribo lo que me sale de la punta del peroné. Hoy me voy a poner un poquito seria, para que veáis que a veces también pienso.

Noto últimamente una tendencia generalizada a fomentar la autoestima en formas que no alcanzo a comprender. He sabido de colegios, centros deportivos y demás instituciones encargadas de tratar con cachorros humanos que, cuando las criaturitas participan en una actividad, se les da un premio a todos y cada uno de ellos porque todos han participado y, por ende, todos son ganadores. Así nadie se frustra por perder (cachis, que no debo decir “perder”, eso es muy negativo. Corrijo: Nadie se frustra por… ¿no ganar?, ¿quedar en un puesto diferente al primero? ¿Cuál es la correcta?).

Y a mí que me perdonen pero ni comulgo con esta idea ni la entiendo demasiado. Me da un poco de miedo pensar qué puede suceder con estos niños cuando ya no sean tan niños; cuando se presenten a una entrevista de trabajo y vean que, no sólo no le dan el puesto a todos los que se presentan sino que el gerente no le pone un pin en la solapa con la frase “Tu visita nos ha hecho felices. ¡Enhorabuena!”. ¿Qué pasará cuando vean que la señora que tienen delante en la panadería se lleva la última baguette y nadie le da una bolsita de colines por haber participado?

Dudo que la autoestima se fomente dándote a entender que el fracaso no existe. El fracaso existe. Y fastidia; vaya que si fastidia pero, tal como yo lo veo, nuestra autoestima crece cuando comprendemos que, a pesar de los fracasos, somos lo suficientemente fuertes como para no dejar de luchar por lo que queremos, para intentar mejorar cada día con el fin de alcanzar nuestro objetivo. Y podrán caernos encima, uno, dos, mil fracasos. Tal vez nunca consigamos algo que nos hemos propuesto pero lo importante es mantener la cabeza alta y tirar para adelante porque nosotros lo valemos y no vamos a permitir que un contratiempo (o cuatro millones) nos arruine el día.

Soy muy optimista. Tan optimista que a veces rozo lo naif pero creo que hay que tener los pies en el suelo. No todos somos iguales y eso es lo que hace que la vida mole tanto.

Me está cansando eso de pretender que somos una masa informe donde nadie destaca en nada sobre los demás. 

jueves, 1 de mayo de 2014

Haciendo amigos

No entiendo el éxito de Richard Clayderman. Ya está. Ya lo he dicho. Qué a gusto me he quedado. Tal vez con este post pierda seguidores o tal vez hordas de fans de Richard Clayderman le pongan precio a mi cabeza y me esperen en la puerta de mi casa o a la salida de mi trabajo, dispuestas a lincharme. No hay dolor; tenía que quitarme este peso de encima.

Es que no me entra en la cabeza eso de coger temas de Céline Dion o de Whitney Houston e interpretarlas al piano. Esas canciones valen algo por la voz de quienes las interpretan. Si les quitas la letra se quedan en nada y sólo valen para dormirse. Que si el hombre compusiera no tendría yo nada que objetar (que para gustos, colores, oye) pero es que así no puedo ni llamarlo músico. Lo dejo en “arreglista” y va que se mata. Y esos pelos que me lleva, que ésa es otra. Se ve que es la moda entre los pianistas de este siglo. ¿Cómo olvidar al que acompañaba a José Manuel Parada en “Cine de Barrio”? El mismo estilismo. Me hace sospechar que a lo mejor puedan pertenecer a alguna logia dispuesta a hacerse un día con el control mundial y nosotros aquí tan tranquilos, sin ser conscientes de la amenaza que se cierne sobre nosotros en forma de música soporífera.

Hoy reconozco públicamente que ese tipo de musiquillas me causa aversión. Recuerdo que, de pequeña, cuando oía algo de ese estilo en la radio, le decía a mi madre que sonaba igual que el aparcamiento de El Corte Inglés. Por lo visto, a mis siete años, “música de aparcamiento” era una categoría musical en toda regla, como quien dice “música de cámara”. O sea, que se ve que desde mi más tierna infancia estos arreglos musicales me daban  urticaria.

Y por si viene luego mi madre a chincharme, antes de que lo diga ella, lo digo yo. Confieso que fui muy fan de Kenny G.

(Espacio dejado deliberadamente en blanco para que os carcajeéis un rato)
.
.
.
.

(¿Ya?)
.
.
.
.
(Venga, ya. Se terminó el cachondeíto. Paso a dar mis explicaciones).

Pero Kenny G no es lo mismo. Primero porque compone sus propios temas sin andar versionando a nadie , segundo porque el saxofón siempre es otra cosa y tercero porque nunca he escuchado a Kenny G en el aparcamiento de El Corte Inglés y, por supuesto, nunca he escuchado nada suyo como cortina musical de algún Power Point hortera plagado de fotos de la naturaleza y frases de Paulo Coelho que haya recibido (y han sido unos cuantos).

Presidente/a del club de fans de Richard Clayderman: No trollees mi blog, que eso está muy feo. Arriba está mi correo para que me pongas a caer de un burro. ¿Quién sabe? Lo mismo nos hacemos amigos/as por correspondencia. Querer asesinar a alguien es una ocasión tan buena como cualquiera para forjar nuevas amistades. 

P.S. Recordad que tenéis hasta el próximo martes a las 23:59 para votar el anuncio más pesadillesco del año pinchando aquí

jueves, 19 de diciembre de 2013

Alguien maldijo el nido del cuco

Odio los relojes de cuco. Hala, ya lo he dicho.

Creo que no os lo he contado nunca pero desde pequeña tengo serios problemas para dormir. Yo apago la luz y hasta que finalmente caigo en brazos de Morfeo pasan unos tres cuartos de hora (media hora si estoy muy cansada). Esto es como lo habitual en mí así que me lo tomo con paciencia y no le doy mayor importancia.

Pero, claro, hay días en que una está más insomne de lo habitual y, a partir de la primera hora dando vueltas para aquí y para allí, una empieza a ponerse un poco nerviosita, la verdad.

Y os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con los relojes de cuco. Ah, ¿que no os lo estáis preguntando?, ¿que os la trae al fresco el cuco, mi insomnio y la madre que nos trajo a todos? ¿Por qué me hacéis esto? Bueno, tanto me da. Os lo voy a contar igual.

Resulta “de que” mis vecinos de al lado tienen uno. Y cuando una está desesperada clamando al cielo y preguntándose por qué narices no deja de una vez de pensar chorradas y se duerme de una vez, el cuco comienza su cantinela. Y no canta a horas normales; lo mismo te da las cinco a las tres y cuarto como las ocho a las seis menos diez. Sin orden ni concierto. El cuco canta cuando le sale de los mismísimos plumajes, lo que aumenta considerablemente mi desconcierto y mi mala leche y así siguen pasando las horas y yo me desespero y el cuco me taladra el tímpano y el gato se me sube encima y el churri ronca respira profundamente ajeno a mi tormento, al relojito, al felino y al resto del mundo. Y mi mente divaga.
Cuando ya he alcanzado un estado de enajenación mental de proporciones considerables, comienzo a imaginarme a mí misma vestida de cazadora abatiendo al puñetero cuco a ver si puedo tener un poco de tranquilidad y consigo dormirme de una vez por todas. Pero mi mente agotada decide jugarme malas pasadas y no logro cargarme el pajarraco de las narices porque me descubren unos integrantes de la organización JAMACUCO (Juventudes Amigas de los Artilugios de Cuco) que me cortan la cabeza y me obligan a dar la hora a cada rato (también sin criterio, por mantener la tradición de sonar cuando menos se lo espere la gente). Y ahí me veo yo, condenada a una vida sin cuerpo y diciendo cucú cada diez minutos o cada treinta y tres y medio, con los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño.

Así que espero no ir de visita jamás a una casa donde haya relojes de este estilo, porque de sobra sabéis que soy una persona pacífica pero como me encuentre cara a cara con un bicharraco de esos soy capaz de comenzar una masacre que Puerto Hurraco a su lado iba a parecer un picnic de girl-scouts. Avisados quedáis.

P.S. Me pillo vacacioncillas de blog por una semanita. Que paséis muy buena Navidad!!! 

jueves, 12 de diciembre de 2013

Estudio de mercado

La semana pasada, limpiando el salón de mi casa, tuve un momento “maruja”. Había comprado unas bayetas en este supermercado donde son muy dados a ponerte por megafonía una cancioncita que repite como un mantra el nombre de la cadena para ir doblegando poco a poco nuestra  voluntad y… me enamoré de la bayeta. Fui corriendo a enseñársela al churri mientras le decía “Mira qué suavecita es para con la madera. Así el mueble no sufre”. El churri me miraba con cara de sincera preocupación por dos motivos: mi estado de salud mental por un lado y el sufrimiento de nuestros muebles por otro, que el churri es muy sensible.

Y es que debo reconocer que soy muy fan de esa cadena de supermercados. Cuando nos mudamos al barrio no teníamos ninguno cerca pero un cartel de “Próxima apertura” auguraba buenas nuevas para nosotros. Pena que no pudimos acudir al Grand Opening porque justo coincidió con el día que nos íbamos a Montevideo. Estuve por cancelar el viaje y todo.

La marca blanca de los supermercados suele ser cutrecilla pero aquí, no. La verdad es que uno ahorra hasta con gusto, sin sacrificar calidad (esto me ha quedado estupendamente para un slogan). Pero… siempre hay un pero. Tienen una manía que a mí me saca de las casillas. Ya no es sólo el tener que aguantar la cancioncita de marras que se te clava hasta el tuétano cada cinco minutos; es que se ve que les mola darse un aire a los mercados de barrio de toda la vida y tienes que estar soportando los gritos del pescadero “¡Qué berberechos tengo! ¿Han visto qué pedazo de berberechos?” o del carnicero exhortándonos a probar las bondades de su ternera de la Sierra. Y a mí eso de vender cosas a gritos me parece muy poco glamouroso y lo paso un poco mal. Aunque peor lo paso con los que vienen directamente a ti a meterte por las narices lo que tienen que vender sí o sí o acabará en el contenedor de basura. Una pobre empleada vino el otro día primero a ofrecernos una tarta de fresas y al rato lo intentó con una focaccia. Al ver que éramos los mismos que anteriormente habíamos declinado amablemente su oferta de tarta, ya le dio la risa y dijo “es que ahora he cambiado”.

Pero lo que más resquemor me causa es que creo que nos espían. Andábamos el churri y yo un día buscando algún limpiador especial para pantallas de LED y no tenían. Comentamos que qué pena, que ya miraríamos en otro sitio y demás… En cuestión de dos o tres semanas, nos encontramos un nuevo apartado entre los productos de limpieza con un cartelito “¡¡Novedad!! Limpiador de pantallas de LED”. No sé si tienen micrófonos ocultos o si la que viene a ofrecernos la focaccia en realidad es una espía camuflada que anda parando la oreja a ver si se entera de las necesidades de los clientes. Yo, por si acaso, al ver el limpiador, empecé a comentar que era una lástima que no tuvieran unicornios de peluche porque sentía una necesidad irrefrenable de llevarme cuatro o cinco. Ya os contaré si los veo próximamente. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

El cine no es para mí

Hace poco (bueno, no tan poco, pero este blog no se caracteriza por estar en la cresta de la ola en lo que a actualidad se refiere) se realizó la Fiesta del Cine donde, durante tres días se podía ir a ver una peliculita (o varias, según tu grado de cinefilia) al irrisorio precio de 2,90 €. Como era de esperar, las salas se llenaron porque al precio que está el cine hoy en día este precio para una entrada no era nada despreciable y gente que hacía años que no pisaba un cine se puso las botas esos días.
Menos una servidora. Dolega escribió una entrada acerca de esto que podéis (y debéis) leer pinchando aquí. Y estoy muy de acuerdo con ella cuando comenta que tampoco es que haya últimamente muchas películas por las que valga la pena abandonar el calorcito y la seguridad de tu hogar para ir a una sala de cine pero creo que, aunque saliera una pieza del séptimo arte que estuviese yo muriéndome por ver, me esperaría a poder verla en DVD o por la tele. Porque soy vaga, sí, tampoco vamos a estar buscando explicaciones rebuscadas.
Pero hay algo más que la vagancia. El cine es incómodo. No las butacas que son, en muchos casos, más cómodas que el sofá de mi casa con diferencia. Es la gente quien lo vuelve incómodo. Yo tengo mucho tino y me suele tocar delante el armario de dos metros (tal vez no es tan alto y simplemente es cabezón, qué se yo), por lo que ya tengo que estar ladeando la cabecita toda la película si quiero ver algo. Detrás me suele tocar un niño que guste de dar pataditas al asiento de delante (dícese, al mío). Por los alrededores tendré, seguro, alguna pareja de críticos frustrados poniendo pegas, comentado que si fulanito está muy flojo en el papel  o que si la iluminación es desastrosa, cuando probablemente lo más que entiendan sobre iluminación sea el pasillo de lámparas de cierta famosa tienda sueca de muebles.
Y después tendré, da igual si cerca o lejos porque a éstos se les oye bien, a los cinéfilos gourmets, que parece que han ayunado tres días antes de ir al cine a fin de aprovechar la película para inflarse a cuanta porquería engordante conozcan. Las palomitas son algo muy ad hoc para el cine y apenas hacen ruido, así que ésas las perdonamos pero… ¿Patatas fritas? ¿Hay algo que haga más ruido que eso? Sólo el hecho de abrir la bolsa ya implica sufrimiento auditivo, por no hablar de cuando empiezan a masticar, con ese crujido insoportable. ¿Y los refrescos? Mientras queda líquido en el recipiente, no vamos mal del todo pero nunca falta quien se dedica a sorber las últimas gotas de refresco, con ese sonido característico de quien consume más aire que bebida. Como buena rioplatense, siempre tengo ganas de preguntar “¿Está bueno, el mate?”.
Y por todo lo antedicho, como en casita en ningún sitio. 

jueves, 31 de octubre de 2013

Vuelvo a ser “moelna”

Para los que me leéis desde hace un tiempo, creo que ya sabéis de sobra que soy muy ochentera. Para los que me leéis desde hace poco, pues os lo cuento ahora y quedamos nivelados en información, que no se diga que en este blog se hacen distinciones.

A lo que iba. Como soy muy ochentera, imaginaréis que estoy de parabienes con este momento retro que estamos viviendo desde hace un tiempo. La vuelta de gente como Depeche Mode, Joe Cocker, Lisa Stansfield, Chic, Earth Wind & Fire, Madness (sí, Madness, quién lo hubiera dicho), la repentina hermandad de Europe, Def Leppard y White Snake… En fin, seguro que me estoy dejando gente por el camino, que la cosa empezó tranquilita pero ahora mismo ya me tienen saturada y he perdido la cuenta de todas las novedades.

Hasta han echado una serie documental en National Geographic devolviendo a nuestras retinas imágenes que ya creíamos perdidas para siempre.

Pues eso, que estoy encantada. Por fin parece que vuelvo a estar en la onda. Creo que yo sólo estuve en la onda como a los diez años porque hasta en la adolescencia era la tía rara que escuchaba cosas más viejas que la tos. Una carroza encerrada en un cuerpo adolescente, vamos.

No obstante, quiero que quede patente que mi estado de felicidad extrema se debe a la música porque como la cosa alcance otras dimensiones y tengamos que volver a la moda de los ochenta, ahí no voy a estar yo tan contenta. La moda en los ochenta era una tragedia. Sí, he dicho “una tragedia”. Esperad, por si no queda claro: T-R-A-G-E-D-I-A.

En serio, esos lazos en la cabeza, esos cardados, esos tutús de tul con botas pseudo-militares, esos colores fluorescentes (estos ya los he empezado a ver… qué miedo). Las hombreras… No os vayáis a pensar ni por un minuto que me olvido de esas hombreras que nos hacía parecer a todos jugadores de rugby. ¿En qué pensaba la gente cuando se vestía en los años ochenta? Y ya como la ropa tengamos que complementarla con lo que aquí en España dimos en llamar “loro” (radiocassette gigante que la gente llevaba al hombro, para los que leéis de allende los mares), directamente me mudo a otro planeta, que tengo una cervico-dorso-lumbalgia y no estoy para trotes. Es que ya no hablamos de revivir la juventud, hablamos de revivir la infancia y eso tiene tela; a ver si me voy a tener que volver a apuntar a Gimnasia Rítmica, con lo mal que voy de tiempo.

Resumiendo, creo que el concepto ha quedado claro. Quiero que vuelvan los ochenta para no sentirme desfasada en materia de grupos musicales y cantantes (que el hijo de mi primo contaba en Facebook hace un tiempo la cantidad de grupos fantásticos que iba a ver en una especie de Woodstock moderno que hicieron en California – no, no sé ni cómo se llamaba el festival – y a duras penas me sonaron uno o dos). Ay.

viernes, 1 de junio de 2012

Pues yo más


¿No os molesta mucho pero mucho, mucho, el “puesyomasismo”?

No, no estoy aprendiendo esperanto. El “puesyomasismo” es esta tendencia que tiene mucha gente a estar siempre peor que quien sea que relate una desgracia, incomodidad o sufrimiento o mejor que quien relate una alegría, sorpresa o ilusión.

Ejemplos varios:

1) Comentas que te duele la cabeza. El puesyomasista de turno dice:

- Para dolores de cabeza los míos, que me dan unas jaquecas que parece que en lugar de cerebro tengo un martillo neumático.

A ver, querido puesyomasista, el dolor es algo muy subjetivo. No conoces el umbral de dolor de tu interlocutor y, aun cuando éste fuera un faquir, es imposible que sepas cuánto le duele al otro. Los dolores no son comparables. No insistas.

2) Haces saber que estás cansado porque has tenido un día de mucho trabajo. El puesyomasista contestará:

- Yo sí que estoy cansado, que no sólo he tenido mucho trabajo sino que he tenido que ir a hacer la compra, recoger a los niños de mi vecina de la guardería y correr una maratón.

Para el cansancio también hay un umbral. Hay gente que se cansa más fácilmente que otra. El cansancio tampoco es comparable.

3) Relatas emocionado tu fin de semana diciendo que te lo pasaste estupendamente de cañas con tus coleguillas. El puesyomasista te hace ver que tu finde fue una mierda, con perdón.

- Pues no veas el mío. Fui a hacer puenting, rafting, sky diving y edredoning. A la próxima seguro que elijo algo en plan tranqui, como tú (esto lo dice para que no pienses que quiere fardar pero, repito, tu plan le parece una mierda) porque terminé más reventado que ayer, cuando tuve tanto trabajo, fui a hacer la compra, recogí a los niños de mi vecina de la guardería y corrí una maratón. Por cierto, ayer no te lo dije pero gané. No veas qué jaqueca tenía después.

Y así puede ir sumando proezas, desgracias, tragedias, alegrías. Siempre más. Siempre mejor.

¿Habéis disfrutado leyendo el post? Pues ni os imagináis lo que he disfrutado yo escribiéndolo.

jueves, 12 de abril de 2012

Si lo sé, no me levanto


Como bien sabéis, tengo unos horarios un tanto anárquicos que me obligan a trabajar hasta tarde y, por consiguiente, acostarme tarde. Esto implica, por supuesto, que también me levanto tarde.

Por ende, no hay cosa que me fastidie más que levantarme temprano porque, en teoría, hay que hacer algo y luego descubras con gran pesar que vas a estar todo el día destemplada para nada.

Eso me sucedió el martes. Había un cartel informativo en el portal donde indicaban que vendrían a cambiar los contadores del agua, entre las 9:30 y las 17:00. No hace falta que concreten cita primero, qué va. La gente no tiene nada mejor que hacer que esperar al fontanero.

Total, que servidora se levantó a las nueve, se dio una duchita y se dispuso a esperar al fontanero. Como canta Sabina, nos dieron las diez, las once, las doce y la una. Y nada, que no venía.

Yo ya había leído todos los blogs del mundo mundial, había desayunado, me había comido un sándwich, me había vestido, me había maquillado y nada, que seguía sin venir.

A las dos de la tarde, cuando estoy recogiendo las cosas para irme, suena el timbre. (Drew, ya te vale. Entiendo que no quieras tener a Murphy respirándote en la nuca todo el día pero no lo mandes a mi casa…).

Pregunto a través de la puerta (que una es muy precavida)

- ¿Sí?

- De los contadores.

Abro la puerta.

Fontanero: ¿Vais a estar en casa esta tarde? (se ve que se quería ir a comer, el hombre).

Álter: Pues no.

F: ¿Y tú a qué hora te vas?

A: Pues estaba saliendo, mira tú. (No dije “saliendo por la puerta” porque esa expresión siempre me ha parecido de lo más redundante. Sólo aceptable en personas que opten normalmente por salir por la ventana).

F: Es que tenía que cambiar el contador.

A: ¿Cuánto tardas?

F: Quince minutos.

A: Venga, pasa (y tira, que me tienes contenta).

El operario se pone a la tarea y me pide un recipiente para el agua que va a caer. Yo no encuentro un mísero tupper. Se nota que piso poco la cocina. Le pregunto “¿Es agua limpia?”. Me dice que sí. Le doy un cazo.

Mi cara al abrirle la puerta se lo debe haber dicho todo porque terminó la tarea en diez minutos.

Eso sí. El cazo hay que tirarlo. O el concepto de este hombre de “agua limpia” es muy sui géneris o se vengó vilmente por haberle hecho trabajar a toda castaña y con las tripas rugiéndole.

P.S. No viene a cuento pero sólo con contestar vuestros comentarios no me quedé yo conforme. Muchas gracias por vuestros comentarios en el post de mi primer trimestre. Me da muchos ánimos para seguir escribiendo. Un placer teneros aquí. Gracias. De corazón. 

domingo, 1 de abril de 2012

El laberinto del Minotauro


Ayer tocó ir al Super a hacer la compra del mes.

El Super es un lugar extraño. Detesto ir. Vamos sin ganas, estamos deseando terminar para irnos a casa pero, aun así, siempre acabamos entreteniéndonos en cualquier chorrada.

Creo que en el Super hay un portal dimensional o algo. Tú sabes cuándo entras, pero nunca cuándo sales. Cuando entramos era plena tarde. Salimos siendo casi de noche.

Es en el Super donde uno deja de sentirse especial. Pasa como con el baño. Ahí convergemos todos. Ricos y pobres. Bueno, los ricos muy ricos no van al Super porque mandan a sus asalariados. Yo empezaré a hacerlo a partir de la semana que viene, que ya he dicho que me va a tocar el Euromillón. Me iba a tocar esta semana pero cedí el turno, que tampoco tenía tanta prisa.

Bueno, a lo que iba, que ahí no hay manera de sentirse diferente, oye. Vamos todos con carritos, al son de la misma música, comprando más o menos los mismos productos… aunque nosotros siempre pillamos algo de la sección internacional. Por probar cosas diferentes, por comprar algo que no lleve todo el mundo y porque nos gusta que nos sableen, supongo, porque hay que ver los precios de algunos productitos.

El asunto es que, aunque ya llevamos la lista hecha desde casa para poder ir rápido, comprar lo que necesitamos y pirarnos de una buena vez, siempre hay algo que nos llama la atención. Y, claro, vamos perdiendo tiempo, perdiendo tiempo…

Otro tema es lo de ir al Super en sábado. Si por nosotros fuese, preferiríamos ir entre semana que está medio vacío y es una gozada. Los niños están en el cole, la mayoría de la gente trabajando por lo que no hay parejas y los canis están en el Insti o haciendo pellas por ahí, pero no en el Super avituallándose para el botellón.

Pero el sábado es el único día que coincidimos para poder ir los dos. La verdad sea dicha, podría ir sólo uno, ya que la compra nos la llevan a casa por aquello de que nosotros no contamos con vehículo pero hay algo en eso de ir a hacer la compra que lo convierte en una tarea familiar. Algo para hacer en pareja como ir al cine o a pasear por el parque.

Para colmo de males, el Super al que vamos siempre nosotros, ha sufrido recientemente una reforma, por lo que nada está donde solía estar. Ya es la segunda o tercera vez que visitamos el Super con la nueva distribución pero, oye, que no hay manera. Eso como el laberinto del Minotauro. Damos más vueltas que una peonza, recorremos el mismo pasillo tres veces, hay cosas que se nos olvidan porque ni las vemos. En fin, un caos. Somos animales de costumbres, no hay más vueltas que darle. Yo opino (aunque mi churri insiste en que lo mío es mera paranoia de teoría de la conspiración) que lo hacen a propósito ya que, cuando uno se conoce el caminito, tiende a no desviarse del mismo. Va a los pasillos que le interesan y se distrae menos así que, de vez en cuando, hacen una reforma y lo ponen todo patas arriba para que te tengas que recorrer el establecimiento entero aunque sólo hayas ido a buscar un bote de aceitunas (sin hueso, por favor).

Menos mal que esto sólo pasa doce veces al año. Habrá que verlo desde ese ángulo porque, de otra forma, creo que no conseguiría reunir fuerzas para repetir la experiencia. 

martes, 27 de marzo de 2012

Siempre hay un peor


Seguro recordáis, porque sois personas memoriosas, esto que os contaba. Lo malo es que a mí siempre se me riza el rizo y no escarmiento con eso de que siempre hay un peor.

La cosa sucedió así.

Anoche, cuando salí del trabajo, me monté como cada noche en el Cercanías para volver a mi casita. Suelo buscar sentarme donde no esté sola pero donde no haya gente rara (por lo miedoseta que soy). El problema es que tendría que ser más específica cuando busco gente “no rara”.

Elegí sentarme en las inmediaciones de un señor con maleta que parecía bastante normal y un chico trajeado con pinta de comercial de aspiradoras. Generalmente, huyo de los comerciales pero, oye, yo también he sido comercial de cosas de lo más extravagantes y soy norm… Bueno, que me senté por ahí cerca.

Con el señor con maleta acerté (al menos en lo que a comportamiento en un tren de cercanías se refiere, habría que ver cómo se desenvuelve en su vida cotidiana).

El comercial de aspiradoras ya era otro cantar, y nunca mejor dicho.

Las comisiones de las aspiradoras no debían haberle llegado para comprarse un móvil high technology para deleitar al resto de viajeros con su selección musical pero, lo que le faltaba en comisiones, lo compensaba con ingenio. Llevaba puestos los auriculares del MP3, sí, pero eso no iba a ser impedimento para dar a conocer al mundo entero su excelente gusto en lo que a materia musical se refería.

El muchacho se puso a cantar (o eso creo) a grito pelado una canción que hablaba de gente que moría todos los días. Ruego a quien haya que rogarle que la melodía no fuese como él la interpretaba porque, de serlo, aquella masacre no merecía alcanzar la categoría de canción. No sé si la tenía puesta en modo bucle o que la cancioncilla era más larga que un día sin pan porque aquella tortura no tenía fin.

De repente, se calló y preguntó, en voz igualmente alta, destripando al mismo tiempo el rico idioma de Garcilaso “¿Ka pasao?”.

Yo no cabía en mí de gozo. Se le había roto. Se le había roto!!! Mis rezos habían surtido efecto. Prometí ser mejor persona a partir de ese momento.

Mi promesa duró menos que una promesa electoral porque, a los dos minutos, se ve que consiguió poner nuevamente en marcha el aparatejo y la gente siguió muriendo cada día.

Me pregunto si morían porque se les reventaban los tímpanos.  

lunes, 12 de marzo de 2012

Seré pava...


Lo admito. Soy incapaz de discutir. Con “incapaz de discutir” no quiero decir “incapaz de dar mi opinión” sino que me refiero a que soy incapaz de enzarzarme en una discusión o pelea.

Cuando era adolescente, mis hormonas alborotadas me instaban a discutir y pelear a grito pelado si era necesario pero, según fui creciendo, mis hormonas se apaciguaron y me convirtieron en una especie de conejito asustado que prefiere callar y aguantar el chaparrón a enfrentarse a alguien si le están pasando por encima.

Esto me trae varios inconvenientes ya que, al no dar jamás una mala contestación, me convierto en el punching-ball de todo el mundo. Si alguien viene cabreado porque le han cobrado de más en el súper, le ha costado encontrar aparcamiento o le ha salido un juanete, la culpa, indefectiblemente, acabo teniéndola yo.

Llamadme loca pero tengo la costumbre de dejar mis problemas personales en la puerta cuando entro a algún sitio. Considero que nadie tiene que pagar por mi mal humor. Tanto en casa, como en el trabajo, como en cualquier ámbito en el que me mueva. Sin embargo, la mayor parte de la gente, cuando está de mal humor, lo demuestra (y vaya si lo demuestra). Tú vas de buen rollito a comentarle algo a alguien y de repente te suelta un bufido que ni mis gatos, oye. Es en ese tipo de situaciones, en las que tendría que decir algo como “a ver, que yo no te he hecho nada” donde yo me quedo con cara de paisaje, sin saber bien cómo reaccionar. Me callo y me retiro discretamente. A lo mejor luego comento el tema, si considero pertinente comentarlo, cuando ya los ánimos están más calmados y se puede dialogar.

Otra cosa que no llevo nada bien son los gritos. En una discusión, según me van subiendo más la voz, más la voy bajando yo, alegando que no es necesario gritar, que le estoy oyendo perfectamente y que no por gritar más va a tener más razón. Si siguen a lo suyo, gritando, directamente me cierro en banda y ya no hay manera de arrancarme una palabra. Si la cosa va de ver quién grita más, ni lo intento. No hay discusión en el mundo que merezca que sacrifique una de mis preciosas cuerdas vocales.

Lo curioso de esto es que, al final, siempre me quedo con ganas de decir cosas pero, con los nervios del momento, no atino con la frase exacta. Es únicamente cuando ya me encuentro sola que me vienen a la mente todas las genialidades que podía haber dicho y no dije (debo tener cierto delay mental). Ahí reproduzco mentalmente la conversación y doy todas las contestaciones que me da la gana quedando, claro está, con la última palabra.

El resultado final es una extraña mezcla de sensación de triunfo con frustración por no haberlo dicho y un mantra que repito hasta la saciedad “Seré pava…”

sábado, 10 de marzo de 2012

Nunca bailaré a tu son


Hoy relato algo que me pone mala: La gente que va escuchando música en el móvil en cualquier medio de transporte público y no tiene la decencia de ponerse unos cascos.

Se ve que estos especímenes, muestra viviente de la falta de civismo, están muy orgullosos de sus gustos musicales y consideran un deber ciudadano compartirlos con el resto de la humanidad.

Curiosamente, los géneros musicales en cuestión suelen ser casi siempre los mismos: Chunda-chunda, reggaetón o flamenqueo. Nunca he visto un heavy-metal con el móvil a todo trapo (los habrá, supongo, pero no es una especie que abunde), mucho menos a alguien atronando en el Metro con música New-Age tipo Vangelis o Jean-Michel Jarre.

A ver, proyecto de ser humano. Sé que todo el mundo es libre de escuchar lo que le plazca y, quien más quien menos, todos hemos bailado (o perreado) alguna vez cualquier chorrada en una fiesta de pueblo pero no tengo el más mínimo interés en que compartas tus intereses artísticos conmigo, de verdad que no. Es evidente que lo haces para que te miren, para que vean lo cool que eres con tu móvil super fashion al que no te llaman más que tus acreedores, tus padres para preguntarte dónde narices te has metido o tus colegas para pasarte vídeos de caídas en youtube (ni se les ocurre preguntar qué tal te va la vida).

La escena más patética que he visto, fue un grupo de adolescentes-ya-saliendo-de-la-adolescencia, con las hormonas alborotadas, que, al ver a una chica muy mona que iba jugando con el móvil, pusieron el reggaetón a todos los decibelios que fuera capaz de aguantar su móvil y, no conformes con eso, ponerse a bailar en la plataforma que hay entre los vagones (para los que no sois de Madrid, tenemos por aquí algunos Metros cuyos vagones van unidos por una plataforma articulada, de tal guisa que todo el Metro parece una oruga donde hay un solo pasillo, dando la sensación de que es un único vagón enorme. No sé si los habrá en el resto de España, he de reconocer que no viajo mucho, así que lo explico por si acaso). Los miramos todos los del metro, partiéndonos la caja, claro está, salvo la chica, que estaba más interesada en evitar que la matasen los marcianitos.

Mi jefa se ha guardado “Rigoletto” en el móvil para ponerlo a toda castaña la próxima vez que se encuentre con alguno de estos pseudo-humanoides. Deseandito estoy que me lo cuente.

Es como volver a la famosa época ochentera de los “loros” pero esta vez en chiquitito. Con lo pequeños que soy hoy en día los auriculares (aunque esté de moda llevarlos más grandes que tu cabeza, como comentaba aquí) ¿qué necesidad tienes de torturarme? Que son más de las once de la noche, acabo de salir de trabajar, estoy hecha una piltrafa humana con el rímel en los tobillos, intento concentrarme en mi librito sin molestar a nadie y tú estás ahí con el “Ai se eu te pego”, dale que te pego, valga la redundancia, o la repugnancia, según el caso.

Encima yo soy muy tímida, así que no me atrevo, ya no digo a decirles algo, sino directamente a mirarlos con mirada asesina (mucho menos a ponerles “Rigoletto”), así que soporto estoicamente mientras me pregunto si habrá alguna farmacia de guardia para comprar tapones para los oídos.

Me he puesto a investigar en plan Félix Rodríguez de la Fuente y lo más curioso de todo es que estos cavernícolas con mononucleosis son territoriales. En el vagón donde hay uno, no hay otro. Menos mal, porque de otra manera eso ya sería un caos infernal y saldríamos de ahí necesitando una tortilla de ansiolíticos.

A lo mejor es que están mejor organizados de lo que pensamos y se lo montan en plan macro-discoteca. En un vagón, House; en otro, pachangueo; en otro, reggaetón y así hasta llegar al Hardcore. Visto así, el transporte no está tan caro, tienes transporte y rave todo en uno.

El único día que no me pongo de mala leche es los viernes por la noche. Ves ahí a los jovenarios que van de fiestuqui, compartiendo con sus compañeros (y con el resto de viajeros) su alegre musiquilla y oye, que hasta te dan ganas de irte de botellón con ellos. Es viernes por la noche y hay que ser más permisivo, que para cabrearnos ya tenemos el resto de la semana. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Aferrándome a las viejas costumbres


Debo parecer una antigua pero me resisto a dar el salto al e-book. 

Cierto es que les veo muchas ventajas como que pesan menos, son más ecológicos y se puede tener doscientos libros ocupando el espacio que ocuparía un cuaderno pero yo estoy segura de que, si transigiera, ya no sería lo mismo.

Me gusta la sensación reconfortante que da sentir el peso de un libro entre las manos. Sentir el olor a libro nuevo (si es olor a libro viejo ya, directamente, entro en éxtasis), escuchar el ruidito de las páginas al pasarse… Es decir, que al leer un libro “de los de verdad”, intervienen prácticamente los cinco sentidos (el gusto no, de momento no me ha dado por chuparlos, aunque seguramente de pequeña también lo habré hecho) pero con un e-book sólo utilizas la vista. Leer un e-book no mantendría ocupados al resto de mis sentidos y seguramente un día se sentirían celosos y poco estimulados y se rebelarían diciéndome “Tenemos que hablar. Hace un tiempo que te notamos distante. Sabemos que nos engañas con un e-book”.

Al margen de esto, hay que tener también en cuenta el dilema decorativo que esto supone. La mayoría de la gente apaña una gran superficie del salón con una librería. Y lo monos que quedan ahí todos los libros en fila, como soldaditos… ¿Qué pasaría si, de repente, todos tuviésemos libros electrónicos y dejásemos de comprar libros de papel? ¿Qué mueble vamos a poner en el salón?

Más razones que me tiran para atrás. A la pelu siempre me llevo un libro porque las revistas del corazón me ponen nerviosita perdida. Por suerte, en mi peluquería ya me conocen y, a estas alturas, ni se les ocurre ofrecerme revistas. Si, en una de estas, por fuerza de la costumbre, la chica de recepción (que se llama Sandra pero a quien llamaremos María para mantener su anonimato) me pregunta “¿Quieres una revista?” en seguida mi mirada asesina la saca de su error y rápidamente añade “Ah, no, no, que te has traído tu libro”. Qué maja es María.

Bueno, a lo que iba, que me voy por las ramas. El caso es que, mientras espero a que me suba el tinte (qué expresión tan curiosa esa de que los tintes “suben”, más bien se fijan. Si subiesen se evaporarían) estoy yo sentadita en el lavabo con mi libro. El problema está en que, siempre salpica algo de agua de los lavados de cabeza que tengo a mi alrededor o se escurre alguna gota traicionera de mi propio tinte, dando de lleno en mi libro. Da un poco de rabia tener luego un libro con una mancha roja, o negra, o morada (yo soy muy discretita para los tintes) pero si cae algo húmedo y con componentes químicos sobre un aparato electrónico carísimo, eso ya tiene que ser para infartar. Empezaría yo a rayarme pensando “¿y si a esto ahora le pasa algo? ¿Tendrá arreglo? ¿Veré las letras de colorines?”

En resumen, que me quedo con mis libros de toda la vida. Me destroza la espalda llevarlos en el bolso pero me dan muchas más satisfacciones que un aparatito. Lo mismo que nos pasa cuando nos planteamos cambiar a nuestro churri por un vibrador. 

domingo, 19 de febrero de 2012

Domingo por la tarde

Me aburren los domingos. Una cosa rara, sí. Se supone que, al ser fin de semana uno puede hacer lo que le dé la gana y no tiene que ir a trabajar y esas cosas. Pero es que yo nunca encuentro nada interesante que hacer ese día. Será que tengo poca iniciativa pero vivo los domingos, sobre todo por la tarde, como un lento y agónico transcurrir hacia el lunes mientras te martirizas pensando que no estás aprovechando el día y que mañana ya te va a tocar ir a trabajar otra vez y lo lamentarás y llorarás sangre pero ya será tarde para arrepentimientos porque estarás ahí, dándole al remo laboral.

Leí una vez por ahí, ya ni recuerdo dónde, que estadísticamente los domingos por la tarde es uno de los momentos con mayor índice de suicidios, junto con las fiestas navideñas. Lo mío no es para tanto pero no me extraña que si una persona ya está de por sí deprimida decida dar ese paso precisamente un domingo por la tarde. El mundo está como muerto, ya con cara de semi-lunes (parafraseando a Neruda). No se oye movimiento, está todo como en un estado de letargo o de inconsciencia. No sé bien cómo definirlo.

Cuando el lunes le preguntas a alguien qué tal el fin de semana, normalmente te cuentan algo que hicieron el viernes por la noche o durante el sábado. Si preguntas en concreto por el domingo la mayor parte de la gente te va a decir “El domingo, nada. En casa todo el día. Un aburrimiento…”

Yo reconozco que soy muy caserilla y me encanta estar en mi nidito de amor a salvo de las amenazas que se ciernen sobre mí en la calle pero seguro que hay cosas divertidas que se pueden hacer en casa. Seguro, aunque yo no las encuentro.

Generalmente dedico los sábados a hacer la limpieza de la casa y el domingo únicamente plancho (poco, porque lo gordo me lo quito entre semana), supuestamente para poder vaguear a gusto pero el caso es que, al final, me aburro. Tal vez debería invertir esto y dedicar el sábado a planchar y luego ya disfrutar del sábado y el domingo a limpiar, que así hago algo útil y no me aburro.

Observo que hasta la blogosfera está como más apagadilla los fines de semana. Hay menos comentarios, menos posts… Eso es, o que la gente se lo está pasando DPM menos servidora que está aquí, a verlas venir, o que todo el mundo tiene esta misma sensación de estar flotando en el limbo y hasta parece que no tienes nada que contar.

¿A vosotros os pasa lo mismo con los domingos por la tarde o soy yo, que soy una seta?