Bueno, pues hoy podréis despejar todas vuestras incógnitas.
Prometo que mi intención la semana pasada no era dejaros con la intriga pero a
veces la vida es así y, cuando piensas que un tema se ha dado por zanjado,
resulta que todavía te espera alguna otra sorpresa. Que sí, que también podía
haberme callado y ahorrarme la segunda post data para no teneros muertos de
impaciencia, también lo admito pero ¿quién desaprovecha un buen cliffhanger? Hoy me va a quedar un post
largo pero como diga que hago una tercera parte no van a quedar de mí ni los
higadillos.
Recapitulemos: el viernes 16 de junio sucedió todo lo que os
relataba en el post del jueves pasado. El bultito se fue y pasé en paz todo el
fin de semana. El lunes 19 me fui a trabajar tan pancha y todo el día
transcurrió sin incidentes.
Por la tarde, cuando ya disfrutaba en casa de mi merecido
descanso y tachaba un día más en el calendario echando cuentas de los días que
me faltaban para las vacaciones, noté una sensación extraña en el ojo y me
dije, “ay, no, otra vez no”. Pero sí. Fui a mirarme al espejo y ahí estaba el
bultito, mirándome de forma insolente desde el otro lado del cristal.
Decidí compartir mi indignación mandándole un mensaje al
churri para comentárselo. Craso error. Su respuesta fue que me fuera al
ambulatorio a esperar pacientemente a que me atendieran. Puse mil excusas: que
era muy tarde y ya no me iban a atender, que iba a llover, que no podía
volver a casa muy tarde porque si no, no
iba a dormir nada, que seguro que se me iba a volver a ir y que iba a hacer el
ridículo frente a otra rama científica… pero fue en vano. El churri me dijo que
en cuanto llegase al barrio me esperaba en la parada de taxis para ir hasta el
ambulatorio (porque me conoce y sabe que, si no me lleva de los pelos, no voy motu proprio al médico salvo que me esté
muriendo).
Así que para el ambulatorio nos fuimos. No tardaron tanto en
atenderme como yo me esperaba y, por suerte, cuando la médica me vio, el
bultito seguía así y respiré por no terminar el día en un pabellón
psiquiátrico. Me dijo que no tenía pinta de ser nada grave pero que, por si
acaso, me iba a dar un volante para que fuera a urgencias oftalmológicas al
hospital.
Siguiente parada, el Ramón y Cajal. No encontrábamos un taxi
ni de casualidad porque mis predicciones se habían cumplido y, efectivamente,
llovía pero, finalmente, dimos con uno y allí que nos personamos.
Le cuento mi historia a la de recepción y le doy mi volante.
Me entregan un sobre con un montón de papeles, pegatinas y una pulserita para
que no me pierda si me tienen que dejar ahí por siempre (que digo yo que la
pulserita te la deberían dar una vez que deciden que van a dejar ingresado a un
paciente, porque si nos la dan a todos es un gasto inútil del contribuyente; la
mía sigue aquí en casa, muerta de risa). Espero un rato largo en una sala con
dos puertas preguntándome qué habría detrás de cada una; como en los concursos
de la tele. Me llaman. Le cuento mi historia al chico que está detrás de la
puerta 1, que fue la que me tocó (lo mismo en la otra puerta me regalaban un
viaje al Caribe, también es mala suerte). Mandan al churri a otra sala de
espera más grande y a mí me dirigen por un montón de pasillos a otra sala de
espera donde estamos todos los que ya estábamos en la sala de espera original.
La diferencia es que aquí hay más puertas. En una de ellas se lee “Oftalmología”.
Rezo para que seamos cuatro gatos los que vengamos con algún problema en los
ojos y, por suerte, en eso llevo razón y me llaman rápido.
Me hacen sentarme en un taburete con ruedas. Casi me piño al
ir a posar mis nalgas sobre él porque el taburete quería irse a vivir su vida.
Apoyo mi delicada barbilla en una máquina infernal y me chutan un rayo de luz
en el ojo. Miro a la izquierda, miro a la derecha, miro para arriba, miro para
abajo (como los gorilas, uh, uh, uh) y la oftalmóloga sentencia “Eso tiene
pinta de ser una linfangiectasia sin importancia”. Pensé que se había
atragantado pero no, en el parte que me entregaron pone lo mismo. Por cierto,
no lo busquéis en Internet porque por las fotos os va a parecer que tengo el
ojo en unas condiciones deplorables y juro que es apenas un puntito y que, como
lo tengo muy en el rabillo del ojo, apenas si se ve.
Como es un hospital universitario, me echó un líquido
amarillo en el ojo para que me brillase en la oscuridad y me vieron dos
estudiantes. Había por ahí una tercera a la que preguntaron “¿lo quieres ver?”
y sí, quería. Cuando ya me habían observado bastante cual mono de feria, la
oftalmóloga me dijo que me comprase lágrimas artificiales y que me fuese ya a
mi casa y no siguiese malgastando el erario público. Como vi que tenía prisa
por despacharme le pregunté “Pero, entonces, ¿se me pasará solo?”. Su respuesta
literal fue “O no. Tal vez te esté yendo y viniendo o se te quede así para
siempre”. Guay, súper guay.
No veáis qué risas en casa cuando me eché las lágrimas
artificiales y por la mejilla me corrían ríos amarillos.
Y sí, ese día me acosté tarde pero con un nuevo elemento en
mi organismo.
Le he puesto Linfy.