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Mostrando entradas con la etiqueta Mis manías. Mostrar todas las entradas
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jueves, 22 de marzo de 2018

Se le fue de las manos


Las madres suelen aleccionar a sus hijos en materia de responsabilidad. La cosa empieza con la típica retahíla de “ordena tu habitación”, “recoge tu ropa”, “¿a dónde te crees que vas si no has terminado de estudiar para el examen?”… ese tipo de cosas.

Y mi madre lo hizo porque yo de pequeña y hasta bastante avanzada la adolescencia era un desastre. Estudiar, estudiaba, porque siempre fui buena estudiante y en esa materia no di quebraderos de cabeza. Pero en lo que tenía que ver con el orden o con recordar cosas que tenía que hacer para cumplir con mis responsabilidades, eso ya era otro cantar. Yo era un espíritu libre y no iba a estar ocupando mi soñadora cabecita en banalidades como limpiar o ir a comprar unas cartulinas.

Como digo, me aleccionó. Y lo hizo tan pero tan bien que terminé convirtiéndome en una obsesa del control y la planificación. Tengo las tareas estrictamente divididas por días, horarios y tipos, distinguiendo operativamente entre aquellas que pueden ser realizadas de forma simultánea y las que no. A tal punto que, si quedo con alguien un fin de semana, un suponer, dedico toda la semana anterior a planificar cómo cumplir entre semana con las tareas que tengo asignadas para el día de la semana en que haya quedado con esa persona. Es decir, no soy capaz de disfrutar del tiempo libre si no he cumplido previamente con mis obligaciones. Obligaciones que, según el churri, a veces hasta me invento yo sola.

Lo contradictorio de tener una madre hippie como la mía es que, igual que te dice una cosa, te dice otra. Digo esto porque hace un tiempo hablaba con ella por Skype y le estaba contando mis planes para el fin de semana siguiente. Se percató de que los planes de diversión eran en realidad como un “metaplan” que englobaba otros múltiples planes de limpieza de muebles y planchado de ropa.

Así que mi progenitora dedicó tiempo a destejer esa maraña de responsabilidades que había tejido con primor años ha en mi cabecita. Me decía “Ay, m´hijita (expresión muy popular usada en el Río de la Plata), por una semana que se te queden los muebles sin limpiar no se va a acabar el mundo; tienes que disfrutar del tiempo libre; es que te veo como agobiada”. Y yo, presa del pánico y casi con lágrimas en los ojos, le respondía “¡¿Pero cómo voy a dejar los muebles polvorientos una semana?! No, no, no. De alguna forma me apañaré”.

Creo que por un lado tiene que haber quedado orgullosa de lo bien preparada que me dejó para la vida y las responsabilidades diarias pero por otro debe pensar que ha creado un monstruo. A veces no hay que insistir tanto en eso de inculcar valores porque, en ocasiones, al final nos lo tomamos en serio. Le preguntaré al respecto cuando vuelva a hablar con ella por Skype.

El domingo a las siete de la tarde, como tiene que ser.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Napoleón y las perchas

Os he hablado en múltiples ocasiones de mis muchas rarezas. No tenéis más que pinchar en la etiqueta “Mis manías” para sentiros un poco más cuerdos. Pero tengo que decir que el tema ya empieza a toma un cariz preocupante.

Hallábame yo el otro día viendo tranquilamente una serie de televisión, cuando una fruslería, un detalle sin importancia, una nimiedad, vino a perturbar la tranquilidad que estaba teniendo hasta aquel entonces el visionado.

Una de las protagonistas de la serie estaba hablando con su hermano en el dormitorio mientras colocaba su ropa en perchas. Hasta aquí, todo muy normal, salvo por el hecho de que me percaté de que la muchacha metía la percha en las camisetas por arriba. Es decir, por el cuello de la prenda.

Y no os exagero ni una pizca si os digo que me desconcentré y al final tuve que tirar para atrás la secuencia para poder enterarme de qué habían dicho haciendo ímprobos esfuerzos para no fijarme en ese detalle. Mi mente no era capaz de otra cosa que no fuera gritarle a la televisión (como los abueletes) “¡No metas la percha así! ¡Métela por debajo porque si no vas a dar de sí el cuello de la camiseta!”. No diré que llegué a hiperventilar pero creo que me faltó el canto de un duro. Bueno, vale, con esto último estoy exagerando, a ver si al final os vais a pensar que estoy todavía más loca y para qué queremos más, pero no negaré que el asunto me hizo pasar un mal rato y bastante inquietud.

De verdad, ¿lo mío es normal? ¿Ya no sólo me preocupo porque mis prendas no se den de sí sino que ahora también me preocupo por las prendas de ficticios personajes de televisión? ¿En qué momento las manías, las extravagancias, o como queráis llamarlo, dejan de ser un simpático dato anecdótico y comienzan a ser susceptibles de tratamiento psicológico? ¿A alguien más le pasan estas cosas? Decidme que sí, por piedad. Mentidme si es necesario para que no sienta que voy a terminar mis días en un pabellón psiquiátrico, presumiendo con mis amigos de que he conocido en persona a Napoleón y a Catalina la Grande, porque si algo tiene de bueno verse recluido en un pabellón psiquiátrico es que se conoce a un montón de gente interesante. Sobre todo si terminas trabando amistad con alguien que padezca de personalidad múltiple. Eso mola; tienes cinco o seis amistades en una. Lo que no sé es si se conformaría con un solo regalo de cumpleaños o si debería comprar uno para cada una de las personalidades. ¿Qué dicta el protocolo en estos casos? Es importante que lo sepa porque tengo que ir aprendiendo a comportarme entre mis pares, que luego no me va a gustar convertirme en el bicho raro del manicomio y que nadie vaya a querer contarme la batalla de Waterloo mientras yo le coloco las casacas en perchas.

Cuidando que no se les arruguen las solapas.

jueves, 11 de octubre de 2012

¿Y yo por qué dejé de ver eso?


Hace un par de semanas vi algo que llevaba años sin ver. Lo confieso. Hace un par de semanas vi “Cuarto Milenio”.

Confieso que hace mucho, mucho tiempo, en un pueblo muy, muy lejano solía verlo todos los domingos y siempre contaban alguna cosa interesante de un cementerio, de un hospital abandonado o la clásica historia de la muerta de la curva, que siempre hace ilusión.

Con el tiempo fui abandonándolo porque aquello estaba tornándose cada vez más surrealista. Luego de verlo el otro día, me arrepiento infinitamente. Tenía que haberlo seguido viendo justamente porque se está tornando cada vez más surrealista.

Años hacía que no me reía yo de semejante manera. El plató es cada vez más grande. Ahora tiene dos plantas tipo dúplex del más allá. En el piso superior nuestro querido Iker nos pone en situación sobre las historias allí relatadas. Yo no pude prestarle demasiada atención porque estaba absorta observando un extraño aparatejo que tenía a sus espaldas. No sabría definirlo pero tenía una lucecita que se encendía y se apagaba constantemente. Supongo que sería un detector de espectros o algo así. De a ratos la maquinita se volvía loca y empezaba a parpadear a toda castaña. Cuando detectaba presencias, imagino…

A continuación nos mostraron una reconstrucción de un caso que había tenido lugar en no sé qué pueblo de Murcia (estas cosas nunca pasan en el centro de una gran ciudad). Eran los setenta y parece que unos coleguillas venían en su coche por un camino de cabras después de haber pasado la tarde en el circo (qué sanos divertimentos había en los setenta). Vieron una luz muy potente y algo que flotaba en el cielo. Vamos, lo que relatan más o menos todos los programas cambiando las localizaciones. Según nuestro Iker nos contaba la historia, indicaba que los amiguetes se empezaron a preguntar “¿Es un helicóptero? ¿Es un avión?”. Me salió del alma contestarle a la tele (a veces hablo con la tele,  yo soy así): “¡¡No, es Superman!!”.

Otra tontería que tengo, aparte de la de hablarle a la tele, es celebrar mis propios chistes como si yo fuese el último eslabón de la cadena evolutiva en lo que a stand-up comedy se refiere por lo que, por culpa del ataque de risa que me entró ya no me enteré del resto de la historia. Parece que había unos seres muy altos con ojos almendrados que se acercaban a ellos amenazadoramente. Algo así, supongo. Entre la risa por lo de Superman y el grado de hipnotismo que yo tenía por la lucecita que se encendía y se apagaba a un ritmo frenético, no pude prestar demasiada atención.

Después mostraron unas fotos muy raras donde no se veía nada pero los autores de las fotos aseguraban que había presencias. Los expertos concluyeron que podía ser una luz, un reflejo, una ilusión óptica, una presencia o, en última instancia, una persona. Me lo dejaron clarísimo.

Tengo que ver este programa más a menudo. Las risas que me eché no tienen precio. 

miércoles, 18 de julio de 2012

La anti-piscinas


Ahora que ya casi casi me he puesto al día con vuestros blogs (al menos en lo que se refiere a los de Blogspot, ahora tengo que ponerme las pilas con Wordpress) veo que mucho se habla de piscinitas y cosas parecidas con esto del verano. Es por ello que he detectado una ocasión irrepetible para dar a conocer otra de mis innumerables manías. Por qué no voy a la piscina.

Reconozco que envidio profundamente a todos aquellos que publicáis lo bien que os lo pasáis yendo a la piscina en veranito. Yo es que no puedo, no puedo. Os lo explico ipso-facto.

Me da un asquito tremendo meterme en una piscina con otro montón de gente a la que no conozco de nada, como fideos flotando en una sopa. Desconozco si alguno va a dar rienda suelta a sus necesidades fisiológicas en el agua o si todos cuidan convenientemente su higiene personal. Sí, soy una paranoica y estoy muy mal de la cabeza. Lo sé. Me pasa lo mismo con lo de compartir utensilios de cocina. Soy absolutamente incapaz de compartir un vaso o un cubierto (no sólo con desconocidos; ya puede ser mi mejor amiga, mi hermana o mi churri. En lo que se refiere a temas culinarios, lo mío pa´mí). Vamos, que no me llevo los cubiertos a los restaurantes por no parecerme a Jack Nicholson en Mejor Imposible pero esto hace que coma adoptando unas posturas extrañas con la boca, cogiendo la comida con los dientes, sin pasar los labios por el tenedor. Cualquiera que me vea, pensará que en la vida me enseñaron a comer con cubiertos.

Bueno, que me desvío para no variar. El tema es que soy incapaz de meterme al agua con toda esa gente ahí remojándose. Podría ir sólo a tomar el sol, claro está pero debería asegurarme que sea una piscina donde no me conozca nadie. No hay cosa que soporte menos que las piscinas de Urbanización o de barrio, donde parece que todo el mundo va a estar opinando si llevas el mismo bikini del año pasado, o si engordaste, adelgazaste o te ha salido celulitis. No puedo soportar el cotilleo. Cuando vivía en Guadarrama (un pueblo de la Sierra de Madrid) había piscina en la Urbanización y creo que fui dos veces en cinco años.

Es de esta manera que, cuando voy a una piscina, tiene que ser la piscina de algún amigo con chalet (que tampoco tengo tantos amigos con chalet, no os vayáis a creer), que ahí por lo menos controlo quién se mete y hay más confianza.

Así que a mí que me den playa, que el agua está en movimiento y no me conoce ni Dios (ya sé que en la playa también habrá quien pueda hacerse pis en el agua pero intento mantener una distancia prudencial, yendo en horas de poca afluencia).

He de añadir, además, que yo no nado. Chapoteo. Los vanos intentos de mi madre por llevarme a clases de natación cuando era pequeña no dieron prácticamente ningún fruto. Me mantengo a flote y poco más. Siento que me ahogo si meto la cabeza bajo el agua y no puedo abrir los ojos porque me escuecen una barbaridad. Vamos, que soy un cuadro y tampoco es plan de que haya demasiada gente viéndome hacer el ridículo impunemente. 

Pues ahí queda eso. Ya conocéis otra rareza de las mías.  

¿A que soy muy rara, a la par que encantadora?

viernes, 4 de mayo de 2012

No sin mi Excel


A raíz del post de ayer, me dio por pensar que los que, como yo, trabajamos constantemente con ficheros de Excel, desarrollamos una dependencia de niveles altamente peligrosos a esas hojitas.

Para todo en esta vida me apoyo en Excel.

En Excel llevo la contabilidad de mi casa. En Excel hice el listado de pisos a los que hay que llamar (como contaba ayer mismo).  Dado que tuve una época en que me dio por tirar de mula a mansalva y bajarme de Internet todas las canciones que era capaz de recordar y las grababa en CD´s a lo loco, sin agruparlas por tipo de música ni nada, opté por numerar los CD´s y me hice un Excel con las canciones que contenían, a fin de localizar una canción en concreto fácilmente si quería escucharla. Tiro también de Excel cuando tengo alguna idea para el blog y lo voy dejando todo organizado en mi archivito (para el Backup uso Word, que una tiene más recursos).

Aparte, me pasa una cosa muy curiosa y es que, como no soy tampoco una experta expertísima y sé usar las fórmulas y las herramientas que utilizo para mis necesidades cotidianas pero poco más, cada vez que aprendo algo nuevo, de repente este nuevo conocimiento se convierte en algo imprescindible para mí y termino usándolo para todo. Me flipo. ¿Que aprendo a agrupar? Pues agrupo todo lo que puedo. ¿Que aprendo a vincular? Pues a vincular se ha dicho. ¿Que aprendo a ajustar texto? Pues no veréis textos más ajustados que los míos. Al final, combino todos mis nuevos aprendizajes y me queda un fichero que parece una barraca de feria pero ¿y lo orgullosa que estoy yo?

Por los comentarios que recibí ayer, me doy cuenta de que no soy la única que adolece de está enfermedad. ¿No existe un grupo llamado “Exceladictos anónimos?”. Debería existir. La Exceladicción es una enfermedad de nuestro tiempo. Me imagino las reuniones:

- Hola, soy Álter y soy adicta al Excel.

- Hola, Álteeeer. Cuéntanos.

- Sueño con valores perfectamente redondeados a cuatro decimales con un sumatorio redondeado a dos que de repente descuadran y,donde debería sumar, resta y redondea a ocho. Ay, hiperventilo, ay, ay.

- Tranquila, Álter. El primer paso es reconocer que tienes un problema.

A estas alturas de mi vida, ya no sabría que hacer sin Excel. “No sin mi Excel” será mi nueva consigna en esta vida. Tal vez hasta escriba una novela ¿me dará para alcanzar la fama y el dinero que tanto ansío? Dado el grado de adicción generalizado que observo, debería ser un best-seller, aunque tal vez no tenga salida si no viene en formato de cuadriculilla. Tendré que pensarlo. Me haré un fichero para valorar los posibles formatos. 

jueves, 19 de abril de 2012

La organización


Llevo ya dos entradas (no sé si ésta será la tercera, habrá que ver qué tal se porta Blo conmigo) que tengo que publicar a mano porque las programo para las 21:30 pero, cuando entro más tarde, siguen programadas para las 21:30. Sin inmutarse, las jodías.

Lo comenté en el primer post donde me pasó esto, pidiendo disculpas de manera compungida. Algunos me habéis dicho que no me preocupe, que así tiene más emoción la cosa. Yo no diría que me preocupa pero sí tengo que reconocer que me fastidia y mucho.

Hace ya un tiempo, os hablaba de mi obsesión por el orden aquí, así que ya conocéis, en parte, mi grado de obsesión compulsiva. El asunto es que mi tema con el orden va mucho más allá de que me guste ver las cosas en su sitio. No sólo necesito que estén en su sitio. Necesito que estén simétricas y, sobre todo, organizadas. Y aquí es donde llego al punto al que quería llegar desde un principio (vamos, que podíais haber empezado a leer desde aquí. Tengo que controlar mi verborrea para los preámbulos, lo reconozco). No es una cuestión tanto de orden como de organización.

Soy Tauro. Hala, ya lo he dicho.

Como buena Tauro, me aferro mucho a la rutina y, para mí, rutina es tenerlo todo bajo control. Y, cuando digo todo, es TODO. La hora a la que me levanto, la hora a la que desayuno, la hora a la que me ducho, a la que me maquillo, a la que me visto, a la que salgo a trabajar (media hora antes de lo que podría hacerlo, pero tengo en cuenta que el transporte público no siempre es tan organizado como yo) y un largo etcétera. En el trabajo, en cuanto llego le doy un vistazo previo a los correos y los comparo mentalmente con las tareas que podría tener pendientes de ayer. Lo clasifico todo por orden de importancia y por orden de lo que me va a llevar más o menos tiempo y me hago un planning en la cabeza. Si me surge un imprevisto, blasfemo en arameo porque eso da al traste con toda mi planificación mental. Tengo una agenda para el trabajo y otra para casa porque, aunque tengo muy buena memoria, vale más un lápiz corto que una memoria larga. Bueno, con esto creo que os hacéis una idea más concreta. Así que entenderéis que, cuando digo TODO, también me refiero a la hora de publicación de mis posts. Para mí es importante tenerlo controlado y me desquicia que me esté pasando esto. No queda simétrico. Y, repito, me desquicia. Es un hobby, lo sé. No vivo de esto (más quisiera) así que entiendo que debería relajarme un poco pero ver que no controlo algo me saca de mis casillas. Tengo hasta un archivo donde voy guardando todas las entradas (con su fecha de publicación), por si un día mi blog chasca, para no tener que pasar por el calvario de haberlas perdido.

No siempre he sido así. De hecho, de pequeña era muy desordenada y bastante cabeza loca pero, con los años, fui viendo que  el hecho de organizarlo y controlarlo todo me daba mucha seguridad. El problema está en que las manías cada vez van a más, según pasan los años. Lo que hasta ayer me parecía el súmmum de la organización, lo veo hoy y considero que, si aparte de por tamaños, lo clasifico por orden alfabético, ganaré mucho más tiempo.

Y entonces me dan los siete males y comienzo a pensar: ¿Tiempo para qué? ¿Realmente me simplifica tanto la vida el no perder tres segundos más en buscar una camiseta roja entre las fucsias? ¿He perdido realmente más tiempo organizando tanto? ¿Cuando me muera, me presentaré en plan aparición para organizar mi funeral porque no me fío yo del desaguisado que puedan montar otros? (Me cuesta muchísimo delegar, evidentemente) ¿Me estaré volviendo loca? Rectifico: ¿Me estaré volviendo aún más loca? ¿Acabaré como Jack Nicholson en “Mejor Imposible”?

Así que, por el bien de mi salud mental (y de la vuestra, con la chapa que he soltado), espero que Blo sea benevolente esta vez (a ver si pilla la indirecta).

sábado, 24 de marzo de 2012

Pruebas fehacientes de mi inconstancia


Cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de la cantidad de cosas que he hecho en esta vida y que he ido dejando de lado.

Soy inconstante. He de asumirlo. Hagamos un review.

Cuatro años:

Natación y Ballet. No recuerdo haber solicitado explícitamente acudir a ninguna de estas clases. La natación me duró muy poco porque la detestaba y mi madre detectó perspicazmente que no había yo nacido para sirena, así que no me llevaron más. El Ballet me duró hasta los seis años.

Siete años:

Decidí cambiar el Ballet por Gimnasia Rítmica. La cosa me duró muy poco porque yo era de lo más patoso y mi gasa, mi pelota y mi aro eran unos rebeldes que nunca caían donde yo quería que cayesen.

Diez años:

Vi treinta y cinco veces (contadas, no lo estoy diciendo a boleo) la película “Chorus Line”. Decidí que lo que más molaba en la vida era la danza moderna. Esto me duró bastante más tiempo y la verdad es que hasta el día de hoy me arrepiento de haberlo dejado (porque también lo dejé, sí).

Once años:

Tras un viaje a Uruguay donde tuve mi primera experiencia hípica en el campo de mis primos, decidí que quería ir a clases de equitación, además de las de danza. Lo dejé un año más tarde porque aquello de que me estuvieran diciendo constantemente por dónde ir, marcar las esquinitas y dar vueltecitas me aburría soberanamente. Lo mío es pillar campo y sentirme libre como el viento. Adiós equitación.

Doce años:

Desarrollé una afición desbocada por el ajedrez. Tampoco mantuve durante mucho tiempo el hobby, mayormente porque casi nunca tenía a nadie con quien jugar, y doy fe que de que jugar sola al ajedrez es un auténtico pestiño. Paralelamente, opté por dejar un poco apartada la danza y dedicarme al Arte Dramático para convertirme en una artista integral. La cosa me gustó mucho más de lo que había pensado que me gustaría y estuve con ello hasta los quince, ya en Uruguay.

A partir de ahí ya paré con la tontería. Es evidente que lo mío es empezar las cosas. No acabarlas. No obstante, en momentos puntuales de mi vida, me dio por aprender a echar las cartas de Tarot, desarrollar técnicas telepáticas, aprender a leer en braille, coleccionar monedas, coleccionar sellos y no sé si alguna otra cosa más.

Huelga decir que, a día de hoy, no echo las cartas de Tarot, no soy telépata, no sé leer en braille (y sin gafas no sé leer en nada), las monedas me duran lo que un caramelo a la puerta de un colegio y, teniendo e-mail, para qué quiero sellos…

Ya más adelante, un poco más mayorcita, digamos a los 25, me dio por tener blog. Me duró dos años y, para este año 2012, me hice el firme propósito de abrir otro y mantenerlo.

De momento, vamos bien. 

lunes, 12 de marzo de 2012

Seré pava...


Lo admito. Soy incapaz de discutir. Con “incapaz de discutir” no quiero decir “incapaz de dar mi opinión” sino que me refiero a que soy incapaz de enzarzarme en una discusión o pelea.

Cuando era adolescente, mis hormonas alborotadas me instaban a discutir y pelear a grito pelado si era necesario pero, según fui creciendo, mis hormonas se apaciguaron y me convirtieron en una especie de conejito asustado que prefiere callar y aguantar el chaparrón a enfrentarse a alguien si le están pasando por encima.

Esto me trae varios inconvenientes ya que, al no dar jamás una mala contestación, me convierto en el punching-ball de todo el mundo. Si alguien viene cabreado porque le han cobrado de más en el súper, le ha costado encontrar aparcamiento o le ha salido un juanete, la culpa, indefectiblemente, acabo teniéndola yo.

Llamadme loca pero tengo la costumbre de dejar mis problemas personales en la puerta cuando entro a algún sitio. Considero que nadie tiene que pagar por mi mal humor. Tanto en casa, como en el trabajo, como en cualquier ámbito en el que me mueva. Sin embargo, la mayor parte de la gente, cuando está de mal humor, lo demuestra (y vaya si lo demuestra). Tú vas de buen rollito a comentarle algo a alguien y de repente te suelta un bufido que ni mis gatos, oye. Es en ese tipo de situaciones, en las que tendría que decir algo como “a ver, que yo no te he hecho nada” donde yo me quedo con cara de paisaje, sin saber bien cómo reaccionar. Me callo y me retiro discretamente. A lo mejor luego comento el tema, si considero pertinente comentarlo, cuando ya los ánimos están más calmados y se puede dialogar.

Otra cosa que no llevo nada bien son los gritos. En una discusión, según me van subiendo más la voz, más la voy bajando yo, alegando que no es necesario gritar, que le estoy oyendo perfectamente y que no por gritar más va a tener más razón. Si siguen a lo suyo, gritando, directamente me cierro en banda y ya no hay manera de arrancarme una palabra. Si la cosa va de ver quién grita más, ni lo intento. No hay discusión en el mundo que merezca que sacrifique una de mis preciosas cuerdas vocales.

Lo curioso de esto es que, al final, siempre me quedo con ganas de decir cosas pero, con los nervios del momento, no atino con la frase exacta. Es únicamente cuando ya me encuentro sola que me vienen a la mente todas las genialidades que podía haber dicho y no dije (debo tener cierto delay mental). Ahí reproduzco mentalmente la conversación y doy todas las contestaciones que me da la gana quedando, claro está, con la última palabra.

El resultado final es una extraña mezcla de sensación de triunfo con frustración por no haberlo dicho y un mantra que repito hasta la saciedad “Seré pava…”

jueves, 16 de febrero de 2012

Eres mi desvelo

Ofrezco hoy esta situación a la opinión pública para ver si entre todos llegamos a una conclusión con respecto a quién es más peculiar en mi casa.

Mucho hablo yo de mis cosas. De todas. Cada vez tengo menos secretos desde que estoy en la blogosfera y, claro, definirme así con esta crudeza puede producir una imagen real de mí. No, no es un acto fallido, quise escribir la palabra “real”. Una imagen errada es lo que intento transmitir en mi día a día porque, de otra manera, viviría en una jaula y estarían probando medicamentos y cosméticos en mi persona.

Bien, pues entre mis múltiples manías (ahora que lo pienso, no sé si llamarlo “manía”, una manía se puede evitar con fuerza de voluntad o una buena psicoterapia, dejémoslo en “rareza”) se encuentra el estornudar cuando me voy a la cama.

No sé por qué me pasa pero sucede lo siguiente: Mi churri siempre se acuesta antes que yo porque entra a trabajar a la hora de las personas normales. Cuando yo voy a la cama, entro de puntillas, enciendo la luz de la mesita, que no la del techo, abro el armario  despacito para que la puerta no cruja, me pongo el pijama en silencio y le echo la bronca al gato susurrando. Cojo mi librito con la máxima cautela, me meto bajo el edredón, me pongo a leer (ya sé hacerlo en silencio) y, a los cinco minutos, estornudo bestial. A tomar por saco mi prudencia.

Pero no queda ahí la cosa. Tengo un mínimo de tres estornudos a intervalos de un minuto cada uno. Después se me pasan. Inexplicable.

Pues ayer mi churri me lo echó en cara. Como si uno pudiese hacer algo para evitar los estornudos. Me dice que para qué tanto sigilo si luego voy a soltar esos estornudos caballunos. Juro que dijo caballunos. Decir eso de una gentil y dulce damisela como yo, qué impertinencia. El colofón fue cuando me suelta “Es que me desvelas”.

Desvelo “By The Churri”:

Consecuencia del primer estornudo: Gemidito.
Consecuencia del segundo estornudo: Gruñidito.
Consecuencia del tercer estornudo: Gruñidito más intenso acompañado de media vuelta.

A los treinta segundos, respiración tranquila y pausada acompañada de algún ronquido ocasional.

Ya me gustaría a mí desvelarme así.

lunes, 6 de febrero de 2012

Por mi bolso me conoceréis

Dicen que se puede saber mucho de cómo es una mujer por el contenido de su bolso. Analicemos el contenido del mío.

1) Cartera, conteniendo en su interior:

a) Dinero (no mucho)
Análisis: Soy precavida. Si me roban, no hay mucho que robar, pero si necesito alguna chorrada, no tengo que tirar de tarjeta.

b) Tarjeta (de débito)
Análisis: La de crédito está en casa a buen recaudo, para ser utilizada sólo en caso de emergencia. Sigo siendo precavida a la par que consciente de mi tendencia a las compras compulsivas.

c) Tarjeta de la Seguridad Social
Análisis: Soy buena ciudadana y cotizo. A veces me pongo enferma (no sólo en lo que a salud se refiere, con los impuestos también me pongo enferma). No soy un súper-héroe.

d) Tarjetas de cliente de tiendas de ropa y de cosmética
Análisis: Soy una presumida pero intento ahorrar o, al menos, sacar alguna ventaja de mi consumismo. Soy la persona que más veces aparece en ficheros automatizados.

e) Tarjeta del seguro dental
Análisis: Soy una paranoica y pienso que se me va a caer un diente sin previo aviso.

f) DNI
Análisis: Para que sepan quién soy si me pasa algo. Para evitar investigaciones pagadas por el erario público si me detienen en flagrante delito. Soy ciudadana española (o eso me han contado).

2) Paraguas
Análisis: Soy precavida ¿lo había dicho ya? Lo llevo aunque haya un sol de justicia, a no ser que el bolso de ese día no me lo permita por su tamaño limitado, en cuyo caso me la juego en forma temeraria.

3) Gafas de sol
Análisis: Sucede lo contrario (o lo mismo, según se mire) que con el paraguas. Las llevo aunque caigan pingüinos de punta. Soy tonta precavida.

4) Libro
Análisis: Me gusta leer. No me gusta aburrirme en el tren.

5) MP4
Análisis: Me gusta la música. Me ayuda a concentrarme en el trabajo, por increíble que parezca.

6) Cajita de lentillas y suero fisiológico
Análisis: Soy miope. A veces me escuecen los ojos y debo quitármelas.

7) Gafas de no sol
Análisis: Soy miope. Cuando me quito las lentillas debo ponerme las gafas so pena de lesiones físicas, atropellos o escribir incoherencias en el ordenador, lo cual podría derivar en un despido y no está el horno para bollos. Soy precavida.

8) Espejito
Análisis: Tengo síndrome de Bruja de Blancanieves.

9) Cepillito
Análisis: Tengo pelo, aunque no mucho. Cosas de los genes.

10) Bálsamo labial
Análisis: Se me cortan los labios y me da una rabia…

11) Pañuelitos desechables
Análisis: En ocasiones tengo mocos (o se me corre el eyeliner)

12) Un cristalito de cuarzo
Análisis: Me da miedo el mal de ojo. Soy una freaky.

13) Ibuprofeno y paracetamol
Análisis: Por si me duele algo o me sube la fiebre. Soy precavida y el dispensario médico oficial de mi oficina.

14) Llaves
Análisis: Para poder entrar en casa, básicamente. Los cerrajeros son un artículo de lujo.

15) Abono de transporte
Análisis: Mucho más práctico y barato que sacar diariamente los billetitos, dónde va a parar.

16) Móvil
Análisis: Dicen que es necesario llevarlo.

17) Tabaco y mechero
Análisis: Tengo un vicio asqueroso cada día más denostado por la sociedad. Llevo más de un año diciendo que lo voy a dejar. Soy inconstante.

Y creo que esto es todo. Después me quejo de que me duele la espalda…

martes, 24 de enero de 2012

El orden

El otro día, cuando os contaba esto (le estoy pillando el gustillo a esto de escribir posts spin-off) me quedé luego pensando que, si bien yo me enfado con el desorden de mi churri, también hay que admitir que soy para echarme de comer aparte.

Lo mío con el orden roza lo enfermizo. Si hay algún/a psicólogo/a por ahí, que me diga sinceramente si rozo la locura más de lo que aparento a simple vista. No es lo típico de “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio” es que cada cosa tiene su orden con respecto al resto de cosas colindantes y debe estar en perfecta armonía con la alineación de los planetas o algo así. Mi armario parece una boutique. Ordeno la ropa por colores, partiendo desde los más oscuros (que van abajo en las estanterías y a la derecha en la barra de colgar) hasta los más claros (arriba y a la izquierda, respectivamente). Con respecto a la barra de colgar, el asunto no es sólo colocar por colores, sino por tipo de prenda; es decir, a la derecha del todo pantalones negros descendiendo cromáticamente hacia la izquierda, a continuación van los jerseys siguiendo el mismo criterio, les siguen los vestidos y por último las faldas). Me desquicia verlo de otra manera.

En el baño, soy igual de disfuncional (o más, juzgadlo vosotros). Todos los botecitos de los miles de millones de potingues tienen que estar colocados de los más altos a los más bajitos, otra vez de derecha a izquierda, pero ligeramente inclinados, de tal manera  que las etiquetas estén a unos cuarenta y cinco grados hacia la izquierda. También me desquicia verlos de otra manera.

No soy capaz de relajarme si veo algo que no está exactamente como yo quiero que esté. A veces estoy tranquilamente viendo la tele y veo cualquier chorrada en la estantería del salón ligeramente movida (más bien que “alguien” ha movido ligeramente, porque las cosas no se mueven solas). Intento ignorarlo y decirme a mí misma “Qué más da. No seas paranoica. Luego lo colocas” Pero que no estoy a gusto, oye. Hasta que no me levanto, lo arreglo y me vuelvo a sentar no me doy yo por satisfecha.

Pues eso. Que soy muy rara. No further comments.