Las madres suelen aleccionar a sus hijos en materia de
responsabilidad. La cosa empieza con la típica retahíla de “ordena tu
habitación”, “recoge tu ropa”, “¿a dónde te crees que vas si no has terminado
de estudiar para el examen?”… ese tipo de cosas.
Y mi madre lo hizo porque yo de pequeña y hasta bastante
avanzada la adolescencia era un desastre. Estudiar, estudiaba, porque siempre
fui buena estudiante y en esa materia no di quebraderos de cabeza. Pero en lo
que tenía que ver con el orden o con recordar cosas que tenía que hacer para
cumplir con mis responsabilidades, eso ya era otro cantar. Yo era un espíritu
libre y no iba a estar ocupando mi soñadora cabecita en banalidades como
limpiar o ir a comprar unas cartulinas.
Como digo, me aleccionó. Y lo hizo tan pero tan bien que
terminé convirtiéndome en una obsesa del control y la planificación. Tengo las
tareas estrictamente divididas por días, horarios y tipos, distinguiendo
operativamente entre aquellas que pueden ser realizadas de forma simultánea y
las que no. A tal punto que, si quedo con alguien un fin de semana, un suponer,
dedico toda la semana anterior a planificar cómo cumplir entre semana con las
tareas que tengo asignadas para el día de la semana en que haya quedado con esa
persona. Es decir, no soy capaz de disfrutar del tiempo libre si no he cumplido
previamente con mis obligaciones. Obligaciones que, según el churri, a veces
hasta me invento yo sola.
Lo contradictorio de tener una madre hippie como la mía es
que, igual que te dice una cosa, te dice otra. Digo esto porque hace un tiempo
hablaba con ella por Skype y le estaba contando mis planes para el fin de
semana siguiente. Se percató de que los planes de diversión eran en realidad
como un “metaplan” que englobaba otros múltiples planes de limpieza de muebles
y planchado de ropa.
Así que mi progenitora dedicó tiempo a destejer esa maraña
de responsabilidades que había tejido con primor años ha en mi cabecita. Me decía
“Ay, m´hijita (expresión muy popular usada en el Río de la Plata), por una
semana que se te queden los muebles sin limpiar no se va a acabar el mundo;
tienes que disfrutar del tiempo libre; es que te veo como agobiada”. Y yo,
presa del pánico y casi con lágrimas en los ojos, le respondía “¡¿Pero cómo voy
a dejar los muebles polvorientos una semana?! No, no, no. De alguna forma me
apañaré”.
Creo que por un lado tiene que haber quedado orgullosa de lo
bien preparada que me dejó para la vida y las responsabilidades diarias pero
por otro debe pensar que ha creado un monstruo. A veces no hay que insistir
tanto en eso de inculcar valores porque, en ocasiones, al final nos lo tomamos
en serio. Le preguntaré al respecto cuando vuelva a hablar con ella por Skype.
El domingo a las siete de la tarde, como tiene que ser.