Diciendo adiós a La Gomera |
Y definitivamente había que volver a los Madriles. Nuestro
vuelo de vuelta salía a las siete de la tarde pero, como no habíamos conseguido
una combinación de ferry-vuelo que nos sirviera, tuvimos que ir saliendo del
hotel a las nueve de la mañana.
Camionetita por carretera sinuosa una vez más (Álter con el
corazón encogido también una vez más) y viaje en ferry de cuarenta minutos
hasta llegar a Tenerife. Me mola el ferry como medio de transporte. Te pones en
la parte de fuera y te va dando la brisa marina (bueno, brisa o más bien un
vendaval pero es de lo más agradable). Es que me gusta ver agua, qué le vamos a
hacer.
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Llegando a Tenerife |
Nos vino a buscar el taxista al puerto para llevarnos al
aeropuerto de Tenerife Norte. Teníamos intención de dejar el equipaje en
consigna para poder pasear un poco hasta que saliera nuestro avión pero
habíamos buscado en Internet y hasta llamado por teléfono a Aena y todos nos
decían que dicho aeropuerto no contaba con consignas. Como yo no daba crédito,
lo pregunté de todos modos en el mostrador de información, donde me sacaron de
dudas definitivamente. En el aeropuerto de Tenerife Norte no hay consignas. Muy
mal, aeropuerto de Tenerife Norte.
Así que nos tocaba estar atrapados allí durante unas ocho
horas (seis, si contábamos con que a las cinco ya se podía facturar el equipaje
y, al menos, recorrer el Duty Free Shop). Me compré un par de revistas de
pasatiempos y nos sentamos a ver la vida pasar. No os cuento el dolor de cuello
con el que terminé de estar en una silla incómoda completando crucigramas y sudokus.
De a ratos me levantaba y daba una vuelta por allí. Si necesitáis saber dónde
está algo en ese aeropuerto, os puedo dibujar hasta un croquis.
Fuimos a comer cualquier porquería ya que en los aeropuertos
nunca tienen delicias locales sino platos precocinados de dudosa procedencia.
Como idea de negocio yo propondría montar restaurantes chulos en los
aeropuertos, que a veces uno se ve ahí atrapado y le apetecería darse un
homenaje de buena comida con su sobremesa, su copa y su puro.
Por fin facturamos el equipaje y tengo que decir que el Duty
Free, con tantas ganas que le tenía, resultó ser una decepción. Era pequeñito y
no tenía nada demasiado interesante. A lo mejor es que me había creado unas
expectativas muy altas.
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Ese no era nuestro avión, pero a esas alturas me hubiese subido a cualquiera |
Aprovechamos para conocer los baños de la zona de embarque
porque los de la zona de llegadas ya los teníamos muy vistos y para tomarnos un
café mientras yo mandaba a mi madre el decimoquinto mail del día.
Arribamos, por fin, a la T2 de Barajas. Llegamos tardísimo y ya habían cerrado
todos los sitios donde se pudiera comer (sí, en la T2 cierran todo aunque
llegan vuelos a todas horas, son unos genios). En casa no teníamos nada que
cenar porque habíamos vaciado la nevera, así que nos tocó ir hasta la T4, donde
nos habían dicho que había un Burger abierto 24 horas. No había más opciones.
Mi experiencia culinaria iba decayendo según se terminaban las vacaciones.
Pero bueno, que me quiten
lo bailado. Había pasado una semana estupenda y no iba a permitir que
una vulgar hamburguesa y el hecho de haber hecho un viaje más largo que si me
hubiese ido a ver a mi madre a Montevideo me arruinase las vacaciones. Aparte,
esta vez no me accidenté ni me enfermé a la vuelta, como suele ser mi costumbre
y ya os he contado en relatos anteriores.
Y si el viaje de vuelta hubiese ido sobre ruedas, tal vez no
hubiese tenido nada que escribir para hoy.