Como os prometí en el último capítulo de “La Mudanza”
(suena a culebrón venezolano) hoy voy a
relataros mi odisea con los muebles.
Resulta que la mayoría de los muebles que teníamos en el
antiguo piso estaban algo viejunos y nada pegaba con nada, como ya os relaté en
alguna ocasión (en concreto, en ésta). Dada nuestra natural vagancia, al final
no habíamos hecho nada así que el hecho de mudarnos nos valió de empujón para
dejar atrás lo viejo e inservible y redecorar nuestra vida.
Así que, cinta de medir en ristre, fuimos hace un par de
fines de semana a estas grandes superficies de muebles que al churri le gustan
tanto y que en mí desatan la mayor de las iras. Por cierto ¿qué leches ha pasado
con los muebles suecos? Qué sosería, qué aburrimiento. Sólo nos gustó una
especie de estantería que puede ponerse tumbada y que nos hizo gracia para el
salón pero, como no corre prisa, ahí se quedó. Ni un mueble decente para el
baño pude conseguir, de manera que los muebles que de momento llevamos comprados
(aunque faltan cosillas) los conseguimos en esta tienda que es tan Confor-table(
o Confor-mista, no sé).
Relación de artículos adquiridos: Una mesa de comedor, una
mesita de centro, cuatro sillas plegables, un escritorio y una silla de ídem. Cuando nos preguntaron si queríamos pagar el
montaje, dado que el churri está hasta las narices y no quiere pasarse el fin
de semana emulando al barbudo de Bricomanía, éste dijo que sí, que mejor que lo
montasen.
Total, que esto fue un sábado y nos dijeron que nos lo
traían el miércoles a partir de las nueve. Es escuchar las palabras “a partir
de…” y yo me echo a temblar. Y este caso no fue una excepción. A las nueve de
la mañana ya estaba yo lista esperando a los montadores (por Dior, no saquéis
esto de contexto) y no aparecieron hasta las doce y media. Ups… ¿He dicho “aparecieron”?
Craso error el mío. Apareció uno solo, que tenía pinta de haber empezado las
vacaciones del Instituto dos días antes. Yo ya estaba de los nervios porque a
las dos y media me tenía que ir a ocupar mi puesto laboral, que dicen que es
condición sine qua non para que me paguen a final de mes (tienen unas cosas…)
pero me dije “Bueno, el chico será un profezioná.
Las sillas, que son plegables, no hace falta montarlas así que estas cuatro
cositas me las montará en un pispás”.
Le rogué encarecidamente que tuviera cuidado con el parquet
(Inciso: el que inventó el parquet era un sádico y merece una tortura lenta y
desesperante. No le pueden caer líquidos, hay que tener cuidado de que no se
raye, de que no le dé mucho el sol para que no pierda color… Estoy aprendiendo
a levitar para no dañarlo) y lo dejé tranquilito en el estudio mientras montaba
el escritorio y la silla, retirándome discretamente al salón. Siempre me ha
sabido muy mal estar respirando en la nuca de los operarios que vienen a casa,
sea cual sea la tarea que vienen a realizar.
Me siento en el salón y yo no hacía más que oír trastazos,
cosas que se caían y ruidos indescriptibles que era incapaz de asociar con nada
que hubiese oído con anterioridad. No obstante, mantuve la calma y conseguí
evitar ir corriendo al grito de “¿Qué c**o está pasando ahí?"
Mi proverbial paciencia comenzó a verse mermada al ver que
era la una y media y todavía no había terminado con las cosas del escritorio.
En esto, suena el timbre y aparece otro operario, más mayor, que creo que vino
a rescatarlo tras un grito de auxilio que nuestro jovenzuelo debe haberle
mandado vía SMS. El hombre experimentando le dice al imberbe que vaya
poniéndose con lo del salón, que ya termina él con la silla y el escritorio.
El imberbe viene al salón y se pone a montar la mesita de
centro. Como aquí podía observarlo de cerca, me convencí sin lugar a dudas de
que me habían mandado al becario. Monta las patas de la mesita y el marco y pone
cara de extrañeza al ver que no podía poner la superficie de cristal. A todo
esto, el hombre experimentado ya había terminado con lo del escritorio y,
cuando ve al imberbe sudando la gota gorda con la mesita le dice “¿Pero no ves
que has montado el marco al revés? Así no se pueden poner las ventosas”. Me
dieron ganas de reírme pero preferí mantener una mirada fría como el hielo, que
me viesen impertérrita, seria, casi amenazante, que la cosa no estaba como para
ponerme en plan colega. Bastante tarde se me estaba haciendo ya como para que,
al final, me dijesen que se quedaban a comer.
Desmontan la mesita y la vuelven a montar, esta vez con el
marco del derecho. Montan la mesa del salón y ya, por fin, me dicen que se van.
Las tres. Fantástico. Menos mal que mi jefa es un sol y no tomó represalias por
mi media hora de retraso.
Ah, el parquet, milagrosamente, sobrevivió al ataque.