Hay días que parece que el surrealismo me persigue. Cierto
es que tengo una especie de imán para las situaciones extrañas pero una cosa es
un hecho aislado y otra muy distinta cuando parece que los astros se han
alineado específicamente para poner a prueba mi resistencia.
Digo esto porque la semana pasada tuve uno de esos días.
Bueno, mentiría si dijera que fue un día. Más bien fue una acumulación de
sucesos extraños en un lapso de veinte minutos.
Volvía yo de trabajar, con más sueño que ganas de vivir, y
me bajé del autobús una parada antes porque decidí pasarme por el veterinario a
comprar el pienso de Munchkin. Iba andando por la calle, feliz y despreocupada,
cuando de repente se dirige a mí un hombre que tenía que andar cerca de los
sesenta años, preguntándome si era de la zona. No suelo fiarme de desconocidos
pero, dada su edad y que a priori no parecía sospechoso, le contesté
afirmativamente, pensando que iba a preguntarme por una calle, una tienda o
algo parecido. El hombre se pone a contarme que ha cerrado una tienda de
electrónica que estaba “ahí” (dijo “ahí” y señaló un punto indeterminado) y que
andaba vendiendo baterías de carga externa. Me saca una, con su embalaje
original y todo y, poniéndomela en la mano me dice que ya viene cargada y que
las vende a diez euros con otra de regalo.
Me excusé diciendo que no llevaba dinero encima y me fui de allí,
pensando de dónde habría sacado las baterías este hombre. Punto uno: Si tienes
una tienda que va a cerrar, haces una liquidación de stock, no te dedicas a ir
atosigando a los viandantes para venderles tus porquerías. Punto dos: ¿En tu maravillosa tienda sólo
vendías baterías? ¿No tenías ningún otro producto? Punto tres: ¿Tan poca
mercancía tenías que te cabe la tienda en un bolsillo del abrigo?
Le conté mi odisea a la auxiliar de veterinaria (porque a
alguien se lo tenía que contar) y me dijo que a ella una vez le habían ido con
el cuento de que habían cerrado una cuchillería y que andaban vendiendo una
cubertería. Vamos, que a todas luces pinta que se trata de material robado, ya
sean cubiertos o baterías.
Me dirijo a mi casa con el pienso y, al pasar por una
explanada donde siempre aparcan muchos coches, veo uno con las puertas traseras
abiertas y, en el asiento de atrás, dos hombres haciendo vete a saber qué
trapicheo (opté por mirar hacia otro lado, que no quiero líos). Lo malo es que,
al mirar hacia otro lado, veo a otro que cierra el portal de su casa y, en
cuanto pisa la calle, se persigna como si fuese a la guerra o algo.
Pensé que al llegar a mi casa (que nunca me pareció que
estuviese tan lejos) ya por fin podría escaparme de tanto surrealismo pero me
encontré en el portal con un cartelito publicitando una clínica ayurvédica y
que contenía la siguiente frase: “Segunda sesión = Sanguijuelas gratis”. Me
entró tal ataque de risa que agradezco no haberme cruzado con ningún vecino. Sé
para qué se usan las sanguijuelas pero, escrito así, mi mente enseguida empezó
a imaginar que me iban a regalar un saquito con sanguijuelas para criarlas en
mi casa cual amorosas mascotas.
En serio ¿por qué me pasan a mí estas cosas?