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jueves, 29 de junio de 2017

Bienvenida, Linfy

Bueno, pues hoy podréis despejar todas vuestras incógnitas. Prometo que mi intención la semana pasada no era dejaros con la intriga pero a veces la vida es así y, cuando piensas que un tema se ha dado por zanjado, resulta que todavía te espera alguna otra sorpresa. Que sí, que también podía haberme callado y ahorrarme la segunda post data para no teneros muertos de impaciencia, también lo admito pero ¿quién desaprovecha un buen cliffhanger? Hoy me va a quedar un post largo pero como diga que hago una tercera parte no van a quedar de mí ni los higadillos.

Recapitulemos: el viernes 16 de junio sucedió todo lo que os relataba en el post del jueves pasado. El bultito se fue y pasé en paz todo el fin de semana. El lunes 19 me fui a trabajar tan pancha y todo el día transcurrió sin incidentes.

Por la tarde, cuando ya disfrutaba en casa de mi merecido descanso y tachaba un día más en el calendario echando cuentas de los días que me faltaban para las vacaciones, noté una sensación extraña en el ojo y me dije, “ay, no, otra vez no”. Pero sí. Fui a mirarme al espejo y ahí estaba el bultito, mirándome de forma insolente desde el otro lado del cristal.

Decidí compartir mi indignación mandándole un mensaje al churri para comentárselo. Craso error. Su respuesta fue que me fuera al ambulatorio a esperar pacientemente a que me atendieran. Puse mil excusas: que era muy tarde y ya no me iban a atender, que iba a llover, que no podía volver  a casa muy tarde porque si no, no iba a dormir nada, que seguro que se me iba a volver a ir y que iba a hacer el ridículo frente a otra rama científica… pero fue en vano. El churri me dijo que en cuanto llegase al barrio me esperaba en la parada de taxis para ir hasta el ambulatorio (porque me conoce y sabe que, si no me lleva de los pelos, no voy motu proprio al médico salvo que me esté muriendo).

Así que para el ambulatorio nos fuimos. No tardaron tanto en atenderme como yo me esperaba y, por suerte, cuando la médica me vio, el bultito seguía así y respiré por no terminar el día en un pabellón psiquiátrico. Me dijo que no tenía pinta de ser nada grave pero que, por si acaso, me iba a dar un volante para que fuera a urgencias oftalmológicas al hospital.

Siguiente parada, el Ramón y Cajal. No encontrábamos un taxi ni de casualidad porque mis predicciones se habían cumplido y, efectivamente, llovía pero, finalmente, dimos con uno y allí que nos personamos.

Le cuento mi historia a la de recepción y le doy mi volante. Me entregan un sobre con un montón de papeles, pegatinas y una pulserita para que no me pierda si me tienen que dejar ahí por siempre (que digo yo que la pulserita te la deberían dar una vez que deciden que van a dejar ingresado a un paciente, porque si nos la dan a todos es un gasto inútil del contribuyente; la mía sigue aquí en casa, muerta de risa). Espero un rato largo en una sala con dos puertas preguntándome qué habría detrás de cada una; como en los concursos de la tele. Me llaman. Le cuento mi historia al chico que está detrás de la puerta 1, que fue la que me tocó (lo mismo en la otra puerta me regalaban un viaje al Caribe, también es mala suerte). Mandan al churri a otra sala de espera más grande y a mí me dirigen por un montón de pasillos a otra sala de espera donde estamos todos los que ya estábamos en la sala de espera original. La diferencia es que aquí hay más puertas. En una de ellas se lee “Oftalmología”. Rezo para que seamos cuatro gatos los que vengamos con algún problema en los ojos y, por suerte, en eso llevo razón y me llaman rápido.

Me hacen sentarme en un taburete con ruedas. Casi me piño al ir a posar mis nalgas sobre él porque el taburete quería irse a vivir su vida. Apoyo mi delicada barbilla en una máquina infernal y me chutan un rayo de luz en el ojo. Miro a la izquierda, miro a la derecha, miro para arriba, miro para abajo (como los gorilas, uh, uh, uh) y la oftalmóloga sentencia “Eso tiene pinta de ser una linfangiectasia sin importancia”. Pensé que se había atragantado pero no, en el parte que me entregaron pone lo mismo. Por cierto, no lo busquéis en Internet porque por las fotos os va a parecer que tengo el ojo en unas condiciones deplorables y juro que es apenas un puntito y que, como lo tengo muy en el rabillo del ojo, apenas si se ve.

Como es un hospital universitario, me echó un líquido amarillo en el ojo para que me brillase en la oscuridad y me vieron dos estudiantes. Había por ahí una tercera a la que preguntaron “¿lo quieres ver?” y sí, quería. Cuando ya me habían observado bastante cual mono de feria, la oftalmóloga me dijo que me comprase lágrimas artificiales y que me fuese ya a mi casa y no siguiese malgastando el erario público. Como vi que tenía prisa por despacharme le pregunté “Pero, entonces, ¿se me pasará solo?”. Su respuesta literal fue “O no. Tal vez te esté yendo y viniendo o se te quede así para siempre”. Guay, súper guay.

No veáis qué risas en casa cuando me eché las lágrimas artificiales y por la mejilla me corrían ríos amarillos.

Y sí, ese día me acosté tarde pero con un nuevo elemento en mi organismo.

Le he puesto Linfy. 

miércoles, 28 de junio de 2017

Anuncios Pesadillescos CCXI: Topicazos

Creo que hace tiempo que no vengo a esta sección con un anuncio de coches y como que ya tocaba, porque es de lo que más abunda y siempre nos dejan recuerdos memorables.

En esta ocasión, lo primero que vemos es un grupo de científicos con bata blanca que, supongo, están testando un coche.  Uno de ellos sujeta en sus manos diversos aparatos raros que van cambiando en cada prueba (no he sido capaz de identificar cuáles son ni para qué sirven ni mucho menos que en realidad existan pero qué sabré yo de Ingeniería ni prácticamente de ninguna otra materia), otro toma notas y el tercero es el que somete al coche a toda clase de golpes. Y pensaréis que lo están testando para ver qué tan resistente es el vehículo en caso de colisión pero, por lo que vemos, los golpes a los que lo somete son bastante poco contundentes.

La primera prueba consiste en dar un portazo (que ya tiene que ser malo un coche para que la puerta se caiga por el simple hecho de dar un portazo). En la segunda, el barbudo encargado de dar golpes le propina una patada a un neumático. Bueno, una patada quizás sea mucho decir, a ver si os vais a pensar que se lía a patadas voladoras en plan karateka; no, más bien es un puntapié de lo más sutil (yo creo que el neumático ni se ha enterado). Y ya, por último, la prueba más surrealista de todas, se basa en atizar el capó con un bolso.

¿Y a qué viene todo esto?, quizás os preguntéis (o no, porque ya estáis curados de espanto y os esperáis cualquier cosa). Pues viene a que, en la siguiente escena, vemos a una chica montándole el pollo a su pareja en el interior del vehículo. A continuación, sale dando un portazo y le da una patada con sus tacones al neumático (por cierto, los zapatos que lleva son ideales de la muerte, perdón por el momento superficial que acabo de tener) y se va con la cabeza alta, mostrando mucha dignidad.

Pero a mitad de camino se arrepiente y vuelve sobre sus pasos (sí, con esos zapatos tan divinos) y, ¿a que no adivináis lo que pasa? Pero qué listos son mis lectores. Efectivamente, le da con el bolso en el capó. Por cierto, es el mismo bolso que utilizó el científico. O estaban de oferta en dos por uno o vete a saber qué extraña relación tiene la chica con el científico barbudo.

Mientras tanto, una voz en off nos aclara la situación… creo. Parece ser que es un coche testado para chicos malos.

¿Qué inferimos de esto que acabamos de ver?

1) Que parece que los únicos que pueden portarse mal son siempre los hombres.

2) Que las mujeres somos unas histéricas que no somos capaces de mostrar nuestro desacuerdo ante una situación sin montar un escándalo.

3) Que el coche, ni fu ni fa. Pero quiero esos zapatos. 

lunes, 26 de junio de 2017

Crónicas Felinas CCXVIII: El hielito

Marrameowww!!!

Hoy vengo a hablar de nuevo de Munchkin. Sé que vais a decir que últimamente me está robando protagonismo pero es que yo, con el calor que tengo, no tengo fuerzas para hacer monerías ni maldades ni nada de nada. Bastante esfuerzo me cuesta respirar, así que tendréis que esperar al otoño para volver a disfrutarme en toda mi esencia.

Centrémonos en el tema que nos ocupa. Munchkin ha descubierto el juego del verano: El hielo. Las reglas son simples: Incordiar al primer humano que pille por banda para que abra un armario muy frío que hay en la cocina y saque de él un cubito que será posteriormente arrojado al suelo para que Munchkin lo persiga por toda la casa hasta que se convierta en un charquito y pueda así repetir el proceso. A mí me parece una tontuna importante pero al imberbe le hace muchísima gracia; será que está en la edad del pavo y cualquier cosita le parece el colmo de la diversión.

Como los gatos aprendemos sólo lo que nos interesa, se ha molestado en aprender una nueva palabra: “Hielito”. Así que, cuando anda muy cansino, la bruja o el consorte le dicen la palabra mágica y él se pone como loco a maullar y sale corriendo al armario frío que os digo para que le provean de su entretenimiento sin percatarse de que con eso también los entretiene a ellos.

Y así se pasa las horas muertas, persiguiendo un cubo congelado, que ya me diréis dónde está la gracia. Porque un ratoncito de peluche es un ratoncito de peluche y su capacidad de entretenimiento es innegable pero esa cosa fría que nos moja los bigotes ya me contaréis qué encanto tiene. Yo lo miro desde mi cojín de menospreciar procurando que se entere de que le estoy afeando la conducta pero ni caso. Él sigue a lo suyo, dando saltos e intentando cazarlo entre las patas delanteras, lo que le da un ligero aspecto de fanático religioso, todo el día rezando con las manos juntitas y corriendo por toda la casa sin percatarse de que así va perdiendo la poca dignidad felina que le queda. Ha salido muy díscolo.

Luego se quejará de que tiene calor y comerá tumbado en el suelo como un desharrapado. ¿Cómo no va a tener calor con las carreras que se mete pasillo arriba y pasillo abajo? Probad a poneros un abrigo de piel y a correr por vuestra casa un día de estos y luego me contáis si no estáis a punto de echar el bofe y morir de deshidratación.

Y sí, yo también tengo calor aunque no corra. Dice la bruja que eso es porque me meto a dormir alguna de mis siestas diarias en una casita peluda que tenemos en el pasillo pero eso yo no lo entiendo muy bien. Si me meto en la casita estoy a la sombra, ¿no? Entonces ¿cómo voy a tener más calor tumbado a la sombrita?

La climatología es un misterio.

Prrrrrr.

jueves, 22 de junio de 2017

El bultito fantasma

Estaba yo maquillándome el viernes pasado antes del amanecer cuando, al ir a maquillarme los ojos, vi que tenía algo en el ojo izquierdo. En lo blanco, hacia el lado de la sien.

Fui al baño para tener mejor luz y vi que tenía como una “basurita”. Si algo tenemos los usuarios de lentillas es que perdemos todo respeto por los ojos, por lo que intenté quitármela con la ayuda de un pañuelito de papel pero aquello no salía y vi que ya se me estaban empezando a notar las venitas, por lo que opté por dejármelo quieto con la esperanza de que saliera solo.

Terminé de maquillarme y arreglarme y me fui a trabajar. A media mañana me seguía molestando, por lo que fui a mirarme nuevamente y vi que tenía como un granito blanco en el ojo. Pedí una segunda opinión a una compañera y me dijo que, efectivamente, me veía como una especie de bolsita con líquido (pequeñita, no os creáis que aquello era tan evidente) y su recomendación era que me lo viese el médico.

Como era viernes, decidí pedir cita para la semana siguiente. Si me seguía molestando iría y, si se me pasaba, cancelaba la cita y en paz; porque yo soy de las que cancelan la cita para dar oportunidad a otro que realmente la necesite. La primera cita disponible era para el lunes 26 de junio. Pensé para mis adentros que a esas alturas o se me habría pasado solo o se me habría caído el ojo, directamente, por lo que, si veía que aquello me molestaba mucho, no iba a tener más remedio que ir a urgencias y armarme de paciencia hasta que alguien decidiese mirarme a ver qué tenía ahí.

A la una de la tarde ya me molestaba tanto que me planteé no terminar la jornada e irme directamente a urgencias pero, como sólo me quedaban dos horas, decidí aguantar (yo soy así de pava) y, si por la tarde me seguía molestando, ya definitivamente iría a urgencias pero al menos habiendo comido.

Así que, al llegar a mi barrio a eso de las tres y media, pensé que tal vez en la farmacia me lo pudiesen mirar y, con un poco de suerte sería una tontería para la que me podrían vender un colirio y en paz, ahorrándome la visita a urgencias.

Le pido a la farmacéutica que me mire. Me mira. Me dice que no ve nada salvo venitas rojas. Yo insisto en que ahí hay algo. Ella, en que ahí no hay nada. Pregunta si me molesta. Me paro a recapacitar y concluyo que me molesta mucho menos que antes. Le pido un espejo y resulta que la farmacéutica tiene razón; ahí no hay nada salvo venitas rojas. Abandono la farmacia sabiendo que voy  a pasar a formar parte del anecdotario farmacéutico.

Menos mal que tengo un testigo de que ahí hubo algo en algún momento porque si no me hubiese planteado seriamente mi salud mental.


P.S.  Por si alguien se lo pregunta, sí, era el mismo ojo que fue atacado por un zombi como os contaba aquí.

P.S. 2: Dado que esta era una entrada programada, aún no lo sabía cuando la escribí pero va a haber segunda parte. Continuará....

miércoles, 21 de junio de 2017

Anuncios Pesadillescos CCX: La sangre no es agua

Habrá a quien este anuncio le parezca tierno,  mono o mil epítetos ñoños más porque es lo que sucede cuando los protagonistas son niños. A mí me pone de los nervios, directamente.

Vemos a dos niñas mirando por la ventana de su cuarto, en el que se amontonan cantidad de juguetes “vintage” de estos que dejan volar la imaginación sin saturar a las criaturas de ondas electromagnéticas.

Cuando digo que están mirando por la ventana es porque quiero ser generosa. Más que mirar, cotillean. Con prismáticos y todo. Son unas acosadoras en potencia esas niñitas. La que no tiene los prismáticos en la mano lleva gafas de aviador de estilo steam punk (desconozco por qué razón) y come palomitas para disfrutar más del espectáculo gratuito que le ofrecen sus incautos vecinos, quienes parecen no tener cortinas ni persianas.

A través de sus prismáticos miran a los del ático de enfrente, que tienen un montón de plantitas porque se ve que son de lo más ecológicos. Tal vez por eso las niñas saben que esa pareja utiliza una energía renovable y por ese motivo se han decidido por un determinado tipo de tarifa.

Dirigen el artilugio hacia otra ventana donde ven a unos mellizos que, por lo visto, son unos salvajes, a juzgar por el hecho de que el niño le lanza una pelota a la niña, quien la golpea con una pala de ping-pong rompiendo una ventana. Nuestras particulares “detectives” están seguras de que sus padres tienen una tarifa plana de energía, para saber que al menos ese gasto lo pueden controlar.

Por último, centran su atención en un chico que pone una lavadora en plena noche. Sabemos por la niña de los prismáticos que es cantante de un grupo musical y, como ya se sabe que los artistas son unos despendolados y unos hippies todos, seguro que tiene una tarifa nocturna porque se pasará el día durmiendo la mona. Mientras pone la lavadora, vemos cómo su gato se cuela en el cesto de la ropa sucia. Acto seguido, escuchamos un gato maullar y las niñas ponen cara de espanto, tal vez imaginando que el pobre animal ha ido a parar a la lavadora, cosa que en los capítulos de La Pantera Rosa tenía mucha gracia pero en la vida real no tiene ninguna y que, debo decirlo, es uno de mis mayores miedos  y por eso reviso quince veces antes de cerrar la lavadora.

Se preguntan por el gato y, justo en ese momento, aparece su padre ataviado (oh, sorpresa) con un mono de trabajo de la compañía energética anunciante para tranquilizar a las niñitas señalando al gato, quien se pasea tan campante por el tejado (no soy capaz de entender cómo ha podido teletransportarse hasta ahí en décimas de segundo; será una licencia creativa).

Así que ya sabemos por qué las niñas saben qué tarifa tienen todos los vecinos. Es su padre el que les revela toda la información.


Desde luego, está visto que tienen a quien salir.