Lo admito. Soy incapaz de discutir. Con “incapaz de discutir”
no quiero decir “incapaz de dar mi opinión” sino que me refiero a que soy
incapaz de enzarzarme en una discusión o pelea.
Cuando era adolescente, mis hormonas alborotadas me instaban
a discutir y pelear a grito pelado si era necesario pero, según fui creciendo,
mis hormonas se apaciguaron y me convirtieron en una especie de conejito
asustado que prefiere callar y aguantar el chaparrón a enfrentarse a alguien si
le están pasando por encima.
Esto me trae varios inconvenientes ya que, al no dar jamás
una mala contestación, me convierto en el punching-ball de todo el mundo. Si
alguien viene cabreado porque le han cobrado de más en el súper, le ha costado
encontrar aparcamiento o le ha salido un juanete, la culpa, indefectiblemente,
acabo teniéndola yo.
Llamadme loca pero tengo la costumbre de dejar mis problemas
personales en la puerta cuando entro a algún sitio. Considero que nadie tiene
que pagar por mi mal humor. Tanto en casa, como en el trabajo, como en
cualquier ámbito en el que me mueva. Sin embargo, la mayor parte de la gente,
cuando está de mal humor, lo demuestra (y vaya si lo demuestra). Tú vas de buen
rollito a comentarle algo a alguien y de repente te suelta un bufido que ni mis
gatos, oye. Es en ese tipo de situaciones, en las que tendría que decir algo
como “a ver, que yo no te he hecho nada” donde yo me quedo con cara de paisaje,
sin saber bien cómo reaccionar. Me callo y me retiro discretamente. A lo mejor
luego comento el tema, si considero pertinente comentarlo, cuando ya los ánimos
están más calmados y se puede dialogar.
Otra cosa que no llevo nada bien son los gritos. En una
discusión, según me van subiendo más la voz, más la voy bajando yo, alegando
que no es necesario gritar, que le estoy oyendo perfectamente y que no por
gritar más va a tener más razón. Si siguen a lo suyo, gritando, directamente me
cierro en banda y ya no hay manera de arrancarme una palabra. Si la cosa va de
ver quién grita más, ni lo intento. No hay discusión en el mundo que merezca
que sacrifique una de mis preciosas cuerdas vocales.
Lo curioso de esto es que, al final, siempre me quedo con
ganas de decir cosas pero, con los nervios del momento, no atino con la frase
exacta. Es únicamente cuando ya me encuentro sola que me vienen a la mente
todas las genialidades que podía haber dicho y no dije (debo tener cierto delay
mental). Ahí reproduzco mentalmente la conversación y doy todas las
contestaciones que me da la gana quedando, claro está, con la última palabra.
El resultado final es una extraña mezcla de sensación de
triunfo con frustración por no haberlo dicho y un mantra que repito hasta la
saciedad “Seré pava…”