Pues vamos hoy con la última parte de las crónicas de mi
viaje a Galicia (me tiro semanas para relatar un viaje de cuatro días; está
visto que me enrollo como las persianas).
El altar, con el botafumeiro pendiendo sobre él. |
El último día fue bastante relajadito. Por la mañana fuimos
a ver la catedral por dentro y llegamos poco antes de que empezase la misa del
peregrino. Decidimos quedarnos, ya que tenía pinta de que íbamos a ver el
botafumeiro en acción. Efectivamente, anunciaron que íbamos a disfrutar de la
ofrenda del botafumeiro gracias a una familia japonesa cuyo nombre no entendí
pero que sonaba como a Tamagochi.
Antes de empezar la misa, avisan en varios idiomas que está
prohibido sacar fotos o vídeo durante el tiempo que dure la misma. La gente
estuvo bastante comedida hasta el momento en que hizo acto de presencia el
botafumeiro. Aquello empezó a parecerse más a un concierto de One Direction que
a una misa y sólo se veían pantallitas por doquier, inmortalizando el momento
en que aquello se meneaba para un lado y para otro (menos mal que yo no estaba
en el área de recorrido del botafumeiro, porque no hacía más que pensar en qué
pasaría si eso de repente se caía). Yo no soy una persona especialmente
religiosa, lo admito, pero sí me considero una persona respetuosa con las
creencias de la gente y, sinceramente, me pareció una falta de respeto. Estás
en una misa, no en un show. Si te dicen que no se puede grabar ni sacar fotos,
pues no grabes ni saques fotos, hombre ya. Aunque me hizo mucha gracia un cura
jovencito (creo que mexicano) que venía con todo el séquito de curas que
ofician la misa, el cual sacó un móvil de debajo de la sotana y sacó una foto
subrepticiamente. Un sacerdote más mayor, que estaba a su lado, lo reprendió y
al final los dos se rieron. Se podían haber hecho un selfie, ya que estaban.
Nos tocó ver la misa debajo del órgano. Casi nos quedamos sordos. |
La catedral por dentro es impresionante. Demasiado recargada
para mi gusto pero impresionante. Me llamó mucho la atención que tuvieran
varias capillitas para dar misa en diferentes idiomas y también la cantidad
impresionante de confesionarios (también en varios idiomas) con una lucecita
arriba para saber cuáles están libres, como los taxis. Cuánta organización,
oye.
Otra cosa que me llamó la atención es que, a la salida,
antes de pisar la calle te ves dentro de una tienda, como cuando sales de una
atracción en un parque temático. Se les ha ido un poco la mano con eso, en mi
humilde opinión. Luego hicimos la pertinente cola para abrazar el santo y ver
el sepulcro, como es tradición y nos fuimos a dar una vueltecilla y a comer
(repetimos en Petiscos do Cardeal, que nos había gustado mucho el día
anterior).
Y nos fuimos a descansar al hotel hasta la noche porque
estábamos agotados. A la noche, tocaba desvirtualización (que me gusta a mí una
desvirtualización). Quedamos con Cris Mandarica y su chico. Cris, que es muy maja, nos enseñó los pies de Cervantes. No lo
explico porque, si viajáis a Santiago es mejor que os lo enseñe alguien de allí. ¡Gracias de nuevo, Cris!
Fuimos a cenar (no recuerdo dónde porque cuando voy con
gente me dejo llevar y no me entero ni por dónde ando). Probé el raxo con
patatas y me volví a poner hasta las patas de pulpo. Ayyyy, cómo echo de menos
el pulpo…
Con la Mandi y su hijito-libro. |
Aproveché la ocasión para que me firmase su libro “Detrás de la pistola” (en breve, reseña en este humilde blog) y ya con la pancita y el corazoncito
henchidos de satisfacción, cada mochuelo voló a su olivo.
A la mañana siguiente, como teníamos unas horas hasta que
saliese nuestro tren a Madrid, el churri y yo volvimos al casco antiguo a comprar
un kilo de queso San Simón, que estoy cuidando como oro en paño. Qué cosa más
rica, por favor… Y me monté al tren con el queso. Me faltaba la gallina y la
bota de vino.
Así que, en conclusión, ha sido un viaje de lo más
provechoso y una escapada que recomiendo a cualquiera que tenga por ahí unos
días libres y no sepa a qué destino dirigirse.
Eso sí, recomiendo hacer dieta antes y después del viaje.