Debo parecer una antigua pero me resisto a dar el salto al
e-book.
Cierto es que les veo muchas ventajas como que pesan menos,
son más ecológicos y se puede tener doscientos libros ocupando el espacio que
ocuparía un cuaderno pero yo estoy segura de que, si transigiera, ya no sería
lo mismo.
Me gusta la sensación reconfortante que da sentir el peso de
un libro entre las manos. Sentir el olor a libro nuevo (si es olor a libro
viejo ya, directamente, entro en éxtasis), escuchar el ruidito de las páginas
al pasarse… Es decir, que al leer un libro “de los de verdad”, intervienen
prácticamente los cinco sentidos (el gusto no, de momento no me ha dado por
chuparlos, aunque seguramente de pequeña también lo habré hecho) pero con un
e-book sólo utilizas la vista. Leer un e-book no mantendría ocupados al resto
de mis sentidos y seguramente un día se sentirían celosos y poco estimulados y se
rebelarían diciéndome “Tenemos que hablar. Hace un tiempo que te notamos
distante. Sabemos que nos engañas con un e-book”.
Al margen de esto, hay que tener también en cuenta el dilema
decorativo que esto supone. La mayoría de la gente apaña una gran superficie
del salón con una librería. Y lo monos que quedan ahí todos los libros en fila,
como soldaditos… ¿Qué pasaría si, de repente, todos tuviésemos libros
electrónicos y dejásemos de comprar libros de papel? ¿Qué mueble vamos a poner
en el salón?
Más razones que me tiran para atrás. A la pelu siempre me
llevo un libro porque las revistas del corazón me ponen nerviosita perdida. Por
suerte, en mi peluquería ya me conocen y, a estas alturas, ni se les ocurre
ofrecerme revistas. Si, en una de estas, por fuerza de la costumbre, la chica de
recepción (que se llama Sandra pero a quien llamaremos María para mantener su
anonimato) me pregunta “¿Quieres una revista?” en seguida mi mirada asesina la
saca de su error y rápidamente añade “Ah, no, no, que te has traído tu libro”.
Qué maja es María.
Bueno, a lo que iba, que me voy por las ramas. El caso es
que, mientras espero a que me suba el tinte (qué expresión tan curiosa esa de
que los tintes “suben”, más bien se fijan. Si subiesen se evaporarían) estoy yo
sentadita en el lavabo con mi libro. El problema está en que, siempre salpica
algo de agua de los lavados de cabeza que tengo a mi alrededor o se escurre
alguna gota traicionera de mi propio tinte, dando de lleno en mi libro. Da un
poco de rabia tener luego un libro con una mancha roja, o negra, o morada (yo
soy muy discretita para los tintes) pero si cae algo húmedo y con componentes
químicos sobre un aparato electrónico carísimo, eso ya tiene que ser para
infartar. Empezaría yo a rayarme pensando “¿y si a esto ahora le pasa algo?
¿Tendrá arreglo? ¿Veré las letras de colorines?”
En resumen, que me quedo con mis libros de toda la vida. Me
destroza la espalda llevarlos en el bolso pero me dan muchas más satisfacciones
que un aparatito. Lo mismo que nos pasa cuando nos planteamos cambiar a nuestro
churri por un vibrador.