El día 8 de diciembre, cumpleaños de mi tía, se suponía que
íbamos a quedar con ella pero al final no se pudo, por lo que decidimos
posponer la visita y, en su lugar, nos fuimos con mi mami a pasear por
Carrasco.
Carrasco es el barrio más fashion de Montevideo así que eso
de pasear entre mansiones siempre sienta bien, aunque más no sea por soñar,
intentando que la envidia no te corroiga las entrañas. No cuelgo fotos porque
en todas las que sacamos salen el churri, mi mami, o ambos y yo respeto mucho la
privacidad ajena, que para exhibicionista ya estoy yo. Pero estuvo bonito, el
paseo, con caminata por la playa incluída.
Total, que el encuentro con mi tía fue el día 10. Como habíamos
quedado en el mismo barrio donde vive mi amiga S., aprovechamos para hacerle
una visita exprés antes de quedar con mi tía, dado que, como teníamos la agenda
apretadilla, no sabíamos si íbamos a poder quedar más veces. Me regaló una
bufanda superchuli, de lo más calentita, que pasó a ser la segunda bufanda que
me traje de Uruguay.
Fuimos al bar donde habíamos quedado con mi tía y, como hacía
bueno, nos sentamos fuera. Por fin llegó mi tía y todo eran besos, abrazos,
cuéntame qué tal te va la vida… Mi tía raja cosa mala así que la comida se
alargó como por cinco horas. En tanto tiempo, la situación meteorológica de la
ciudad puede cambiar drásticamente, por lo que se empezó a poner negro y a
refrescar y yo iba con una camisetita de tirantes. Friolera como es una, empecé
a pasarlo mal cuando cayeron las primeras gotas (estábamos fuera pero bajo
techo, así que tampoco nos preocupamos demasiado). Como tenía frío, estrené una
de las dos bufandas que me regaló mi tía (sí, ya llevaba cuatro), poniéndomela
a modo de pashmina sobre los hombros. Me quedó ideal de la muerte. Las cuatro
gotas que caían se convirtieron en cinco, seis… Y al final en una tromba de
agua que aquello parecía el diluvio universal. El problema era volver a casa.
Mi tía vive no donde Cristo perdió el mechero, sino donde se dio cuenta de que
lo había perdido y a mí tampoco me seducía la idea de andar caminando hasta la
parada del autobús y ponerme a esperar.
Había que conseguir un taxi, de manera que sobornamos al dueño del bar para que
llamase por teléfono al Radio-taxi pero, con la que caía, aquello era misión
imposible. El churri hizo una excursión a la siguiente calle a ver si, de
casualidad, veía alguno. No vio ninguno pero salvó a un pajarillo de una muerte
segura, que se había caído en un charco y no era capaz de salir. El churri es
un héroe.
Había un yonki por ahí que creo que trabajaba de algo en el
bar (o que conocía al dueño, no sé), que viendo que estábamos dispuestos a
pagar propina, se fue hasta una calle más transitada a la búsqueda de un taxi
(o de una canoa, o de un transatlántico; a esas alturas ya daba igual).
Mientras tanto, el otro seguía llamando por teléfono sin éxito. Yo me
congelaba. Llamé a mi madre para preguntarle a qué hora salía de trabajar, que
como no le pillaba lejos lo mismo podía venir en el taxi desde su trabajo a
recogernos a los tres. Salía súper tarde. Mami, descartada.
Cuando yo ya empezaba a plantear la posibilidad de volver
nadando, aparece el yonki cual caballero andante montado en el taxi. No le di
un beso porque a tanto no llego pero estaba que daba palmas con las orejas.
Tuvo su propina, el chico. En qué la habrá usado, pues ya vete a saber…
Al día siguiente… Bueno, os lo cuento la semana que viene (donde
sí habrá fotos, prometido)