Hubo un día de estas pasadas vacaciones que el churri y yo
decidimos ir a un spa. Para relajarnos, o eso se supone. Bueno, la verdad es
que sí, que relajados salimos, aunque a veces me pregunto si no será que este
tipo de actividades terminan relajando porque uno ya va con la mentalidad de
que va a salir como nuevo porque, en realidad, si nos ponemos a pensar, hay
multitud de elementos estresantes en un circuito acuático de esos.
Para empezar, yo soy incapaz de seguir el orden correcto de
uso de las instalaciones. Al entrar viene una lista con la secuencia exacta que
se supone que hay que seguir para que la experiencia sea de lo más fructífera,
con sus tiempos y todo. Vamos a ver, si ya de entrada me tengo que aprender de
memoria una secuencia de veinte pasos con sus correspondientes duraciones y,
encima, estar pendiente del reloj, pues ya vamos mal. Otra opción sería
llevarme una libreta waterproof para tomar notas a la entrada o bien estar
volviendo a la entrada al finalizar cada etapa para ver qué es lo que sigue.
Nada, pasando y a hacer lo que me dé la gana, como siempre.
Lo primero es la irónicamente llamada “ducha de bienvenida”.
No sé si estáis acostumbrados a que os den la bienvenida a los sitios tirándoos
agua helada encima pero yo prefiero que me inviten a un refresco y un sándwich
de salmón ahumado con cebollino. Luego ya te puedes meter en una piscina de
agua calentita que es una gozada, la verdad. Dentro de la piscina hay diversos
elementos de tortura como unos chorros que te dan en la espalda a mala leche y
unas sillitas con un montón de burbujas que molan un montón si no fuera porque
yo peso poco más de cincuenta kilos y me lleva la corriente, como al camarón
que se duerme, por lo que lo que puedan relajarme las burbujitas en las
lumbares lo compenso con el esfuerzo sobrehumano que hago con el brazo al
sujetarme a la barrita para no salir despedida al otro extremo de la piscina. Todo
esto mientras cierro los ojos para que no me entre agua con cloro debido a las
salpicaduras de los asistentes que están usando los chorros asesinos.
Hay también una mini piscinita con agua congelada donde metí
el dedo gordo del pie. A día de hoy lo noto mucho más relajado. En la sauna
finlandesa aguanté como cinco minutos pensando que en ese momento estaría más a
gusto en Hoover Dam a la una de la tarde en julio (conté mi experiencia aquí).
Pero como no sólo de sauna vive el hombre, también está la terma, donde ni
siquiera entré porque, al abrir la puerta y ver el vapor hirviendo que salía de
ahí dentro, pude comprender lo que siente un spaghetti a punto de ser lanzado a la olla. Siento
mucho más respeto por ellos ahora. Así que, mientras el churri se escaldaba, yo
me fui al pediluvio, que consiste en caminar descalza por unas piedras mientras
te sueltan chorros de agua fría en las piernas. Vamos, que si por
circunstancias de la vida hubiese que caminar por un sitio así, una persona en
sus cabales se pondría unas cangrejeras en lugar de ir descalzo pero en este
mundo loco nos ponemos las cangrejeras en la naturaleza y luego pagamos por ir
a caminar descalzos sobre las piedras.
Y luego llegó el momento del jacuzzi, que eso sí que mola,
ahí no hay peros que valgan.
Para ir finalizando, te metes en lo que dan en llamar “ducha
de contraste” que es lo mismo que pasa en casa cuando te estás duchando y
alguien tira de la cadena. Ahora fría, ahora caliente… Y en casa chillaríamos
algo como “¡dejad de fastidiar ya con el agua!” pero en el spa eso mola mucho.
Y ya, por fin, te sacas un té y te vas a una habitación que
huele a incienso a tomártelo en una tumbona, preguntándote cuándo será el
momento en que puedas volver.
Porque, curiosamente, quieres volver.