A consecuencia de vete a saber qué conexión neuronal, hace
unos días me estaba acordando de una antigua compañera de trabajo de la que no
volví a saber nada nunca más en mi vida.
La chica no me caía mal aunque era bastante peculiar. De
entre todas sus particularidades, recordé que había días que no daba pie con
bola porque se había quedado despierta hasta las tantas debido a que era
fanática de los Sims.
Yo respeto que cada cual tenga sus aficiones y que un hobby
inofensivo como ese no debería ser objeto de chanza pero, de verdad, no lo
entiendo. No por el hecho de jugar a juegos de ordenador; ya confesé alguna vez
en este blog que soy una auténtica freaky de las aventuras gráficas y que,
cuando tengo un día libre, me encanta tirarme las horas muertas resolviendo
puzles e intentando averiguar qué tengo que hacer con un palo de escoba que
encontré en el capítulo uno y que no he necesitado aún a pesar de que ya voy
por el capítulo cinco. El churri, sin ir más lejos, es muy fan de los juegos de
rol y le encanta codearse con trolls, elfos, dragones y demás seres
imaginarios. A mí el rol no me entusiasma pero reconozco que una buena forma de
desconectar de las cosas del diario vivir es sumergirse en un mundo de
fantasía.
Pero ¿Los Sims? Si hay algún aficionado a este juego leyendo
esto, le ruego que me explique la gracia de esto porque no me entra en la
cabeza que alguien vuelva a su casa de trabajar y flipe viviendo una vida
paralela donde tiene que tener otro trabajo, otra pareja, otros hijos, otra
hipoteca y otras mascotas. Menuda aventura. Juego a un juego donde hago las
mismas cosas que en mi vida real. Estoy ahorrando para poder comprar una
lámpara de pie y mañana voy a llevar a mi imaginario perro a un imaginario
veterinario. Yupi, qué emocionante. Esto es tan adictivo que no puedo dejar de
jugar.
O sea, que a menudo vivimos quejándonos del asco de vida que
nos ha tocado vivir y diciendo que estamos hasta las narices de levantarnos
cada día para ir al curro y que cuándo llegará el día en que nos toque el
Euromillón para poder mandar todo a la porra e irnos a tomar cocolocos a una
playa desierta y paradisíaca y luego, en cuanto tenemos un rato libre, pasamos
horas encantados de la vida yendo a trabajar y haciendo la compra.
Y, para darle mayor emoción a la cosa, puedes mantener
emocionantes conversaciones con tus supuestos amigos, pareja y familiares,
donde no se entiende absolutamente nada de lo que te cuentan porque todos
hablan un extraño dialecto que creo que no ha habido lingüista capaz de
descifrar aún. Aunque tengo que reconocer que esto último sí que podría tener
sus ventajas. Hay días de mi vida en los que daría oro por no entender muchas
de las cosas que oigo.